De bueyes y mulas

La publicación de La infancia de Jesús desató un alud de comentarios periodísticos de apariencia eutrapélica (e intención malévola) en los que se sostenía que «Benedicto XVI negaba la presencia del buey y la mula en el portal de Belén». Naturalmente, se trataba de una tergiversación taimada de las palabras del Papa, muy ilustrativa de los métodos sibilinos que hoy se emplean para erosionar la fe de los sencillos. Se empieza diciendo que en el pesebre de Belén no hubo animales; y se acaba concluyendo que la Virgen no era virgen, que San José no era santo, que Jesús era un hombre como nosotros y que, en fin, el misterio de la Navidad no es otra cosa sino una superstición propia de ignorantes. A la postre, episodios como éste sólo redundan en el descrédito de la tradición; y, puesto que la tradición es fuente de la fe, en aniquilamiento y asfixia de la propia fe, que queda así reducida a una «creencia popular» y evolutiva, un enjambre de mitos y fantasías que el «Progreso del Hombre» va confinando en los desvanes del folclore ancestral; y en los que el Hombre Progresado hurga de vez en cuando, como el fiestero hurga en el baúl de su abuelita, para disfrazarse por Carnaval.

Por supuesto, el Papa no afirma en su libro que en el portal de Belén no hubiera animales. Se limita a constatar que el Evangelio no los menciona, para señalar a renglón seguido que «la meditación guiada por la fe ha colmado muy pronto esta laguna»; y que «la iconografía cristiana ha captado ya muy pronto este motivo». Y, en efecto, si la inclusión del buey y el asno (o mula, según la tozuda preferencia española) en las representaciones del Nacimiento ocurrió «muy pronto» hemos de pensar que se trata de una verdadera Tradición, en la que los cristianos deben mantenerse firmes, conservándola fielmente (2 Tes 2, 15). Se ha pretendido que la inclusión del buey y el asno se debe a San Francisco de Asís, que en la Nochebuena de 1223 montó en una cueva de Greccio un belén viviente; y se ha invocado la autoridad –relativa– de un evangelio apócrifo, el llamado Pseudo-Mateo, del siglo VI, que menciona la presencia de un buey y un asno que adoran al Niño en el pesebre. Pero lo cierto es que ya en el siglo IV nos encontramos con relieves y pinturas en los que aparecen el buey y el asno: así ocurre, por ejemplo, en el fresco de una de las galerías del cementerio de San Sebastián, en la vía Appia; o en el sarcófago de un tal Marco Claudio, fallecido en el año 330, que se expone en el Palazzo Massimo de Roma. Y si no hay muestras del buey y el asno previas al Edicto de Milán es porque, en los funestos tiempos de las persecuciones, los cristianos –que no se chupaban el dedo– procuraban evitar las representaciones iconográficas. Pero aquellos cristianos primitivos creyeron muy pronto que Jesús había nacido entre un buey y un asno; y lo creyeron porque se mantenían firmes y conservaban fielmente las tradiciones que habían recibido, que eran fuente viva de su fe. Y en esa tradición que muy pronto convirtieron en iconografía vieron muypronto tres cosas: una preciosa alegoría, desde luego; un cumplimiento de las profecías, por supuesto; pero también una verdad de sentido común, pues la razón, cuando es guiada por la fe, se fija en las cosas evidentes y no en sí misma, y así acaba llegando a la verdad, reconociéndola allí donde se encuentra, según nos enseñase Chesterton.

Los primitivos cristianos descubrieron en la presencia del buey y el asno una preciosa alegoría; y así –siguiendo a los Santos Padres– pudieron interpretar que el buey y el asno adorantes representaban la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, o que simbolizaban la unión de judíos y gentiles. También pudieron, alumbrados por la lectura de Habacuc en la versión de los Setenta («En medio de dos seres vivientes… serás conocido; cuando haya llegado el tiempo aparecerás»), descubrir que ese buey y esa mula estaban en el pesebre para cumplir una profecía; pues, en efecto, Dios suele manifestarse entre dos vivientes en sus teofanías: entre dos querubines en el Arca de la Alianza (Ex 25, 18-20), entre Moisés y Elías en la Transfiguración (Mt 17, 3), entre los dos ladrones en el Gólgota (Lc 23, 43), entre los dos testigos que lo precederán en su Parusía (Ap 11, 3), etcétera. Pero como la fe nos propone siempre cosas razonables, los primitivos cristianos también creyeron muy pronto que Jesús, en efecto, había nacido entre un buey y un asno, porque en los pesebres judíos era común, desde la más remota antigüedad, que hubiese un buey y un asno, como se desprende del décimo mandamiento (Ex 20, 17): «No desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo ni su sierva, ni su buey ni su asno, ni nada de cuanto le pertenece». No en vano el mismo Cristo, puesto a zaherir a los fariseos por la observancia del sábado, los increpó: «¡Hipócritas! Cualquiera de vosotros, ¿no desata en sábado su buey o su asno del pesebre, y los lleva a abrevar?» (Lc 13, 15). Y si cualquier fariseo contaba con un buey y un asno en su pesebre, ¿por qué no iba a haber un buey y un asno en el pesebre en el que nació Cristo? ¡Porque digo yo que no sería un pesebre de adorno! Y tampoco parece muy verosímil que su dueño los hubiese llevado a abrevar en mitad de la noche.

Pero, como digo, a los primeros cristianos los guiaba el sentido común. Nosotros, mucho más sabihondos, preferimos enfangarnos en un almácigo de hipótesis racionalistas, tan estrafalarias como carentes de sentido común. Contra este almácigo atorrante nos queda la fe de los sencillos y la enseñanza de buenos curas como mi amigo Pablo Cervera, que nos invita a acercarnos al pesebre de Belén con estas palabras: «El pesebre es el lugar donde el Niño Dios ha sido puesto, donde ha ido a encontrarnos; precisamente cerca de ese pesebre es donde quiere dejarse encontrar por cada uno de nosotros. Él hará que levantemos la cabeza (“¡Alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación!” [Lc 21, 28], oímos durante el tiempo de Adviento) y que, fijando en él nuestra mirada, podamos salir de la cochambre maloliente del pecado. La mirada así levantada, atraída por la ternura de Jesús, nos hará ver la imagen perfecta a la que hemos sido llamados: hijos de Dios a imagen del Hijo de Dios. Así de asombroso y así de sencillo: en esta Navidad centremos la mirada en un pesebre para no perder el horizonte de lo que tiene lugar en estos días».

Que así sea. Con la mirada puesta en el pesebre, como el buey y la mula, dejaremos de escuchar la tabarra de la exégesis histórico-crítica, hija pelmaza de Lutero, quien a juicio de Kierkegaard fue el hombre más plebeyo del mundo, pues «al sacar al Papa de su cátedra, instaló en ella la opinión pública».

Juan Manuel de Prada, escritor.

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