De burbuja en burbuja: la enferma sanidad americana

A los enfermos que viajan desde todo el mundo hasta la clínica oncológica de Houston, a la famosa Clínica Mayo o al hospital cardiaco de Cleveland les costaría creer que la medicina norteamericana que tal vez les salve la vida esté en crisis, pero es tan cierto como la burbuja en que se ha convertido el sistema sanitario de Estados Unidos, a punto de estallar como la inmobiliaria hace dos años o la informática hace nueve.

El país no parece darse cuenta de la gravedad de la situación, como puede verse en el interminable debate en que se hallan enfrascados los legisladores y el presidente Obama, que ha reemprendido la misma lucha en la que fracasaron sus predecesores demócratas desde Truman en 1945 hasta la entonces primera dama Hillary Clinton, quien hace 16 años se lanzó de lleno al proyecto sin conseguir nada más que dar municiones a los republicanos para atacar a los demócratas y tomar el control del Congreso en 1994.

Ahora que los demócratas han recuperado las dos cámaras y la Casa Blanca, ni siquiera esta mayoría abrumadora es suficiente: la Cámara de Representantes y el Senado no se ponen de acuerdo, como tampoco las diferentes facciones dentro del partido, y Obama se quedará sin recibir la propuesta de ley que esperaba antes de las vacaciones de agosto. Cuando el Congreso regrese, será todavía más difícil porque estará la premura de los presupuestos generales y el presidente habrá perdido más enteros en la popularidad que le permite presionar a los legisladores para tomar decisiones difíciles.

El problema no es la calidad de la medicina ni la falta de recursos económicos sino, por una parte, lo astronómico de sus costes y, por la otra, la falta de acceso de 47 millones de personas a un seguro médico.

Durante la campaña electoral, Obama prometió impulsar una reforma del sistema médico y se lanzó de lleno a la tarea con la fuerza que le daba su enorme popularidad pero, medio año más tarde, halla resistencia tanto en congresistas y senadores demócratas como republicanos y se enfrenta a las dudas crecientes de la población ante las soluciones que ofrecen los diferentes proyectos de ley.

Eso es así porque, de momento, lo único que los legisladores han planteado son fórmulas más o menos fantasiosas para conformar un seguro médico universal, pero ninguno ha sugerido una manera de reducir los costes que van en aumento de forma prodigiosa. Como un cáncer que se extiende por el organismo, la inflación médica pone en peligro la economía de todo el país y aflige a un sector cada día mayor de EE UU que no puede pagarse el seguro, mucho menos las disparatadas facturas de médicos, hospitales y fármacos, o ni siquiera los deducibles de la póliza de seguros que quedan a su cargo.

Cada vez hay más personas que renuncian a visitar a unos médicos que, especialmente en estos momentos de crisis económica, van perdiendo la clientela que antes les pagaba sus elevados honorarios. De esta forma, la carestía del sistema deja a los enfermos sin tratamiento y a los médicos sin pacientes, y no sólo en barriadas pobres, sino en los centros médicos más prestigiosos de ciudades como Washington o San Francisco.

La inflación sanitaria es tal que los costes crecen el triple que los salarios y, si todo el sector representaba el 14% de la economía durante el fallido intento de reforma de Hillary Clinton, hoy se eleva ya al 17%. Para ponerlo en perspectiva, el sector inmobiliario que ha causado tales estragos en la economía dentro y fuera de EE UU no alcanza el 4% del PIB.

Al comparar ambas cifras es fácil comprender el peligro de semejante burbuja pero la población parece tan despreocupada como lo estaba en el año 2007, cuando aún compraba casas con créditos que no podía pagar, y los bancos prestaban sin comprobar la solvencia del acreedor; y se deja seducir por las posiciones inconsistentes de quienes prometen una medicina de lujo para todos: de momento, el 85% tiene un seguro médico y no es consciente de su elevado coste porque es una prestación social de la que se hace cargo la empresa. Pero en realidad su precio es altísimo: aunque el empleado sólo paga una pequeña parte, la cuota total representa unos 12.000 euros anuales para una familia, a lo que se añaden los gastos adicionales para una parte de las medicinas y del 10% al 30% de las visitas médicas.

Las dificultades individuales comienzan cuando se cambia de trabajo o se pierde, pues el seguro médico se acaba y contratarlo individualmente es todavía más caro y con prestaciones menores. Sin ingresos ni seguros, la gente recurre a las salas de emergencia de los hospitales, que tienen la obligación de atenderlos, pero con frecuencia llegan con males agravados por no haberse tratado a tiempo y, en cualquier caso, encuentran enormes esperas y aglomeraciones.

Ideologías irreconciliables
En el debate actual se presentan los mismos argumentos de años anteriores; se invoca el anatema de 'socialismo' cuando alguien plantea la opción de un seguro público -algo difícil de entender para quienes hemos vivido en un sistema mixto de medicina pública y privada-, porque aseguran los detractores que si el Estado ofrece unos servicios básicos a gente de pocos recursos, acabará con la medicina privada. El núcleo político del problema es la obsesión igualitaria americana: por absurdo que parezca en una sociedad de tantos contrastes, la igualdad es un principio irrenunciable y nadie quiere aceptar que haya una medicina 'barata', con esperas y tratamientos básicos, y otra para quienes puedan pagarse un servicio rápido y con los últimos avances.

La alternativa que venden hoy al país es la de un sistema como en Canadá, donde las listas de espera son tales que muchos cruzan la frontera para operarse rápidamente, o la que ahora hay en Estados Unidos, donde el coste médico representa el doble en porcentaje del PIB que en cualquier otro país desarrollado.

La vaca sagrada de los tribunales
Lo más grave es que tal vez sea posible lograr un compromiso para asegurar a todos, pero no hay economía que lo pueda financiar con los costes desaforados que tienen muchas causas, desde la poca organización a la desconexión de los pacientes con el coste real, pues su empresa paga el seguro y el seguro paga al médico. Todos tienen remedio, menos la vaca sagrada que es la 'medicina defensiva', y que según algunas proyecciones equivale a un 40% a causa de los enormes gastos de hospitales y médicos que se curan en salud contra eventuales denuncias, y encargan pruebas innecesarias para que no se les pueda acusar en ningún caso de negligencia.

Los pleitos médicos son tan lucrativos que los abogados especializados ganan enormes fortunas, como fue el caso del candidato demócrata a la presidencia John Edwards, un hombre de origen humilde que amasó sus millones con las indemnizaciones pagadas por ginecólogos que habían atendido partos de niños con parálisis cerebral.

Además de las exploraciones innecesarias, las facturas de médicos y hospitales reflejan los elevados seguros de responsabilidad civil, que pueden ascender a más de 30.000 euros anuales, pero no hay esperanzas de limitar este tipo de pleitos: el mismo Obama ha descartado cualquier acción en este sentido, tal vez porque las asociaciones de abogados se hallan entre los mayores donantes del Partido Demócrata.

Las prisas de Obama
El presidente no ha parado de azuzar a los legisladores de ambos partidos para que se pusieran de acuerdo antes de las vacaciones de agosto y dice que tiene prisa porque la situación es insostenible. En eso último tiene razón, pero su verdadera prisa es para aprovechar el menguante capital político de que dispone: su popularidad ha pasado de más del 70% a poco más del 50% y la gente le ha perdido la confianza en las áreas de mayor consecuencia política: los impuestos, el abultado déficit público y la política sanitaria.

Diana Negre