De cámaras y niños

Decía Calvino que la pulsión por la fotografía asociada al nacimiento del bebé —ese movimiento capaz de convertir a una persona antes completamente desinteresada por las imágenes en verdadero experto en iluminación y montaje— no es misteriosa; un bebé de pocos meses es una criatura demasiado cambiante. Hay que dejar testimonio y atesorar esas perfecciones sucesivas, salvar del tiempo al bebé de seis semanas engullido y eliminado por el de siete, librar al de ocho del atropello del de nueve, cuyo rostro puede transformarse de la noche a la mañana en alguien cada vez más parecido al suegro. En mi experiencia —tal vez porque está todavía demasiado vivo el nacimiento de mi hijo— a la confirmación de ese descubrimiento se añadió también el de que en la batalla habitual que todos libramos con la estética, el bebé añade un plus épico: es difícil salir bien parado en una foto cuando uno está estrenando el esfínter. Pero milagrosamente el bebé lo consigue, o lo que es lo mismo: nos parece que lo consigue. Nadie en una rueda de reconocimiento policial fue observado con más determinación e intensidad que un bebé al nacer, nadie fue fotografiado con más insistencia, pero aun así nos parece que hay algo en su verdadera esencia que nos elude. El bebé es el desconocido por antonomasia, el investigado máximo. Al principio, en el desconcierto de su presencia me pregunté muchas veces si le hacía fotografías porque estaba enamorado o si lo hacía más bien porque sentía la imperiosa necesidad de enamorarme y al final encontré la respuesta en la lógica invertida de unos versos de César Vallejo: “Mi madre me ajusta el cuello del abrigo no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar”. A veces el verdadero origen del impulso está en el lugar de la carencia: decimos te quiero para empezar a amar, fotografiamos no porque creamos en lo que vemos, sino para confirmar una y otra vez algo elemental: la existencia.

A diferencia de los vídeos, donde muchas veces el movimiento impide el paso a la idea, la fotografía sigue teniendo el poder del punctum, ese palabro que inventó Roland Barthes para explicar que las imágenes convenientemente estudiadas pueden llegar a convertirse en la puerta a una revelación. Es más, casi dan ganas de pensar que el destino ideal de cualquier fotografía es precisamente ése: ser investigada hasta el final. Uno de los relatos más fascinantes sobre infancia y fotografía lo hizo precisamente Barthes en La cámara lúcida. Al compararla con el resto de las artes, Barthes formulaba una pregunta esencial: ¿es capaz una sola imagen de contener a una persona en toda su sombra y ambigüedad? Barthes se hizo la pregunta en un momento delicado: tras la muerte de su madre y como buen investigador la reformuló al instante, para precisarla: ¿está mi madre contenida en su totalidad en alguna de las imágenes que tomaron de ella? No es difícil imaginárselo frente a su escritorio estudiando cientos de fotografías, descubriendo que en aquella se veía claramente su manera de estar alegre, pero no su melancolía o su determinación. Durante unas cuantas páginas Barthes está a punto de desistir y reconoce que la fotografía es un arte sesgado y parcial, pero de pronto se produce el milagro: una imagen que lo aglutina todo: el miedo, la alegría, la desprotección, el carácter, un aleph de la perspectiva, su madre en su totalidad. Es, claro, la imagen de una niña.

Recordando esa historia me he preguntado muchas veces si he tomado ya esa fotografía barthiana en la que está contenida la totalidad de mi hijo, si habré hecho ya la fotografía que hará llorar a quien lo busque cuando no esté. Se me dirá que es un pensamiento sombrío, pero las manifestaciones más veraces del amor no tienen por qué ser joviales. En algunas ocasiones en las que he estado lejos, me he sentado frente a sus imágenes en el móvil y me ha parecido que su rostro se volvía elástico, como si se colmara de la historia de su madre, a la que es increíblemente parecido, otras la revelación se producía en negativo: me parecía ver todo lo que no había, lo que faltaba: su manera de atender fijamente, el vacío en el que parece sumergirse su mirada cuando se distrae, sus pies parecidos a los míos, ese narizón pequeñito… Las imágenes no siempre son valiosas por lo que manifiestan, a veces lo son por lo que echamos en falta. En la pequeña pantalla de mi móvil mi hijo parece varios niños en realidad. Niños luminosos e investigados que componen un solo espíritu inaprehensible. Tal vez a Barthes y a Calvino, con toda su inteligencia, les faltó una pequeña coda a la hora de analizar nuestra pulsión por fotografiar a los bebés. El pensamiento de que el corazón de lo que amamos es siempre elusivo, que querer a un bebé es desconocerlo sin descanso y que ese fracaso puede ser también muy dulce.

Andrés Barba es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *