De charla con Antonio Mingote

De vez en cuando, una o dos veces al año, me voy a ver a Mingote. Me pilla cerca de donde trabajo, y ya, desde la entrada del Retiro por la puerta de Hernani, se vislumbra la mancha oscura de su estatua, que se inauguró hace poco más de tres años. Me gustó que lo colocaran cerca del quiosco de la música –su padre era músico– y no me agradó tanto que estuviera tan próximo a la entrada, porque hasta allí llega el rumor del tráfico, aunque la verdad es que, como Antonio anduvo algo duro del oído, estoy convencido de que no le molesta, y, además, se encuentra próximo al banco en el que se solía sentar a leer los periódicos.

Casi siempre está sin tener que atender ninguna visita, lo cual me permite dar una vuelta al pedestal, donde me encuentro con los relieves de sus personajes, que esculpió Alicia Huertas, esas caricaturas de la vida que son la vida dibujada, la vida del que sufre y paga, del que ama y quiere, del que desea y no ve cumplidos sus sueños. La autora de la obra le llama busto, pero yo le llamo estatua, porque las piernas son sus criaturas, pero yo no voy a hablar con el bronce, porque hablar con el bronce sería tan estúpido como conversar con el cobre, sino que siempre voy a charlar con Antonio.

De charla con Antonio MingoteDurante toda mi juventud y parte de la madurez, estaba convencido de que la inteligencia y la bondad eran difíciles de mezclar. Me parecía que la inteligencia casi siempre iba acompañada de algo de soberbia, y el pecado de los ángeles no permite perder demasiado el tiempo en la caridad y en ayudar al prójimo, porque la inteligencia suele ser competitiva y, en cuanto el inteligente se distrae, cree que el inteligente que viene detrás aprovechará para adelantarlo. Pero me di cuenta de mi error a medida que me encontraba en el camino de la vida con personas de raciocinio claro, perspicaces, y sin asomo de maldad. Personas como Antonio Mingote, que discurría sin pedanterías, y aplicaba el inexorable rigor de un sentido común, tan contundente, que dejaba desnudas de complejidades añadidas cualquier asunto o circunstancia. Podíamos decir, como dijo de sí mismo otro Antonio, Machado, que fue, que es, «en el buen sentido de la palabra, bueno». Repito, «en el buen sentido de la palabra», porque es que desde el siglo XIX la palabra «bueno» comienza a usarse como un eufemismo, y el eufemismo puede llegar a ser mucho peor que un insulto. «¿Qué tal escribe?» preguntaban en el Café Gijón. Y el más avieso respondía rápido: «Es muy buena persona». Mucho más demoledor que una crítica acerada.

Cuando le cuento todas estas cosas a Antonio me da la razón con esa circunspecta discreción de las estatuas, y yo me siento halagado por continuar estando de acuerdo en aspectos tan fundamentales.

En mi adolescencia, habían caído en mis manos dos novelas de Antonio Lara, «Tono», que me deslumbraron, y a menudo le preguntaba a un Antonio por el otro –este artículo parece una antoniología– porque habían sido muy amigos.

«Tono» tenía un cerebro privilegiado, que no sólo le servía para escribir y dibujar, sino para inventar los artefactos más increíbles, pero su formación cultural era muy parca, de tal manera que conocimientos que para los demás resultaban familiares a él le sorprendían. Un día llamó a Mingote: «¿Es cierto que hay un número al que le llaman el número pi?».

Y Mingote, respondió: «Sí, claro, el 3,1416». «¿Y le llaman pi?» insistió Tono. «Claro», corroboró Mingote, «es el número Pi». Y, entonces, al otro lado del teléfono, comenzó a escucharse una carcajada pletórica y satisfecha.

Me contó una vez Fernando Vizcaíno Casas que las lagunas culturales de Tono eran muy grandes, pero la agilidad de sus neuronas resultaba deslumbradora y apabullante. En una ocasión, su mujer, viendo por encima del hombro lo que estaba escribiendo, le reconvino: «Botella se escribe con “b”». «Es que esta botella no está llena: está medio vacía», respondió al instante el genial humorista.

Una noche, cenando en mi casa con Paco Santos y el maestro Alfonso Santisteban, se centró el asunto en la vida nocturna de Madrid, y los cambios de lugares, entre finales de los cincuenta y principio de los sesenta. Antonio Mingote rememoraba que todas las noches salían a cenar con los Lara. Y, en medio de la narración, como si algo chirriara en lo que estaba contando, se interrumpió y, dirigiéndose a Isabel, su mujer, le preguntó: «Isabel, si no teníamos dinero ¿cómo es que salíamos todas las noches a cenar?». Esta espontaneidad de Mingote, este permanente deseo de entender la vida –la propia y la de los demás– esta ausencia de pedantería pluridimensional, donde la presunción está ausente, y jamás se cebará ni en la riqueza, ni en la pobreza, es lo que me seduce y me trae por El Retiro para charlar con Antonio.

Es imposible escribir o dibujar sin intentar saber quién eres y sin pretender colocarte en el lugar de los demás. Arriba y abajo, claro. Porque cuando Mingote hace hablar a los mendigos, a los ricos, a los poderosos y a los humildes, él se ha puesto antes en su lugar, y por eso en su resplandeciente humor hay siempre un matiz de misericordia, de compasión, una tolerante benevolencia que le quita crueldad a sus chistes. La vida no es una organización maniquea compuesta de blancos y negros, sino un ejército de grises, y, además, de grises cambiantes que oscurecemos o nos aclaramos, según las circunstancias.

En estas ocasiones en que me voy a hablar con Mingote, siento envidia de Alfonso Ussía que, una vez a la semana, se iba a almorzar con Antonio, porque me hubiera gustado preguntarle por ese pudor con el que pasaba por los dolorosos episodios de la desconcertante República y la terrible guerra civil. Tengo la impresión, y en la próxima charla con Antonio me voy a atrever a preguntárselo, que de la misma manera que Agustín de Foxá decía que nunca perdonaría a los comunistas tener que haberse hecho falangista, es probable que Antonio Mingote, en su interior, no perdonara nunca a los sectarios, que convirtieron la II República en un desastre de intolerancias, tener que haber participado en una guerra, cuyo recuerdo le molestaba tanto que lo eludía sin disimulos.

Sí, de vez cuando, una o dos veces al año, me voy a hablar con Mingote. No tiene mérito, porque me pilla cerca, y El Retiro está acogedor y agradable, como siempre. Y recuerdo que alguna vez, alguna, cuando le gustaba el artículo semanal que publicaba en la última página del desaparecido Diario 16, me llamaba por teléfono, y me decía escueto, conciso y sin ampulosidades: «Muy bien, Luisito». Me decía Luisito, como mi madre hasta pasados los cincuenta. Y puede que, cuando me acerco a hablarle, me acerque también a mi padre, que no era genial, ni famoso, ni deslumbrador, pero que era bueno, en el mejor sentido de la palabra. Como Antonio Mingote.

Luis del Val, escritor.

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