De Churchill a Boris Johnson

Conocí a Boris Johnson a principios de 1988. Él era un aprendiz de reportero algo rechoncho en «The Times»; yo, un periodista de la plantilla del «Financial Times». Un grupo de periodistas nos habíamos congregado en Clapham, al sur de Londres, para esperar el veredicto de un alto tribunal que, actuando a petición de las empresas, ordenó a un sindicato que pusiese fin a su protesta, cuando se me acercó un joven con el pelo revuelto, un cuaderno en la mano y un simpático aire de desconcierto. Johnson se presentó y confesó que se encontraba un poco perdido. Me preguntó si podía ayudarle a clarificar el asunto, lo cual hice encantado. Su divertida apariencia de escasa autoestima me impresionó. Entablamos una amistad que se fue reavivando a lo largo de los años, a pesar de nuestras diferencias políticas.

Johnson acabaría despedido del «Times» por -digámoslo piadosamente- falta de rigor profesional antes de pasar al «Daily Telegraph» como corresponsal en Bruselas. Cuando nos volvimos a encontrar, me devolvió el favor por aquel temprano salvavidas que, en su opinión, yo le había lanzado. Por entonces él era miembro del Parlamento y yo me ocupaba de informar sobre un congreso del Partido Conservador para el «Financial Times». Siendo alcalde de Londres, Johnson accedió a intervenir como conferenciante invitado en un par de actos a beneficio de los Amigos de Battersea Park y la British Spanish Society, dos organizaciones benéficas en las que yo estaba involucrado. Agradecí sus gestos de amistad, pero con los años mi opinión sobre Johnson ha ido adquiriendo nuevos tintes debido a factores que arrojan sobre él una luz menos amable. Entre ellos se cuentan sus tendenciosos artículos contrarios a la Unión Europea durante sus años como corresponsal en Bruselas, que proporcionaron munición a los euroescépticos.

Pero para entender al hombre elegido primer ministro por un voto popular solo igualado en época contemporánea por Margaret Thatcher y Tony Blair en sus días de gloria hay que ir más a fondo. Puede que la clave se encuentre en estas palabras: «Estaba metamorfoseándose en el espíritu de la nación, en el emblema mismo de la resistencia. Pensemos en sus facciones de pómulos redondeados, en el toque jovial de sus comisuras levantadas, en la mirada franca de sus ojos. Era la expresión del caballero corpulento que durante dos siglos o más ha personificado la respuesta hostil pero jovial de los británicos a cualquier gran combinación continental...». Así describe Johnson a su ídolo político, Winston Churchill, en «El factor Churchill»: «Un solo hombre cambió el rumbo de la historia».

He vuelto a leer las páginas de Johnson sobre Churchill en busca de alguna pista. Johnson comparte con Churchill la convicción de tener derecho al poder, fruto de una educación privilegiada y un profundo sentimiento de admiración por el lugar que ocupa Gran Bretaña en la historia. El actual jefe de Gobierno admira la disposición del estadista a asumir riesgos. Consciente de su sinuosa trayectoria en pos de la ambición de convertirse en primer ministro, Johnson señala que Churchill pronto dejó su sello en la Cámara de los Comunes cambiando sus lealtades para unirse al Partido Liberal de Lloyd George antes de volver a los tories. «No era lo que la gente consideraba un hombre de principios. Era un oportunista que esperaba junto a la portería para rematar la jugada y llevarse la gloria», observa Johnson con aprobación. Y Churchill nunca tuvo miedo de decir lo que pensaba. Casi se puede ver la sonrisa cómplice de Johnson mientras cita al exmandatario expresando su deseo de «poner una bomba o ametrallar al Sinn Fein», describiendo a los bolcheviques como «cavernícolas» y al comunismo como una «horrible forma de enfermedad mental y moral», y haciendo concesiones a Gandhi como quien «da de comer a un tigre comida para gatos» (Johnson puntualiza que esta observación estaba «fuera de lugar, ya que Gandhi era un ferviente vegetariano»). En la carrera del actualmente primer ministro no escasean esta clase de manifestaciones desinhibidas.

Johnson reconoce que hay «una buena dosis de verdad» en la idea de que Churchill fue un fundador visionario del movimiento a favor de una Europa unida, y que creía que Gran Bretaña debía desempeñar un papel protagonista en el proceso de unificación. Sin embargo, según su análisis, la clave de la visión churchilliana de la relación entre Gran Bretaña y Europa se encuentra en las palabras «Estamos con Europa, pero no pertenecemos a ella. Estamos vinculados, pero no comprometidos con ella. Estamos interesados y asociados, pero no absorbidos...». La declaración fue pronunciada en 1930, años antes de la guerra.

Sin embargo, en opinión de Johnson, «el veredicto sigue siendo válido. Churchill consideraba que Gran Bretaña estaba en cierta medida al margen del conglomerado europeo. Durante una de sus muchas disputas con el general De Gaulle, afirmó que si Gran Bretaña tuviese que elegir entre Europa y el mar abierto, siempre elegiría el mar abierto». Al igual que Churchill, Johnson quiere que Gran Bretaña esté «estrechamente asociada con Europa», pero que no sea un «miembro ordinario».

Cómo se traducirá esto en los detalles de la relación de Reino Unido con la UE es algo que se irá viendo a lo largo de los próximos años. Las negociaciones que tenemos por delante determinarán no solo el futuro de Gran Bretaña, sino también el de Europa, y alterarán las dinámicas del sistema comercial del mundo. La «aplastante mayoría» del primer ministro le otorga una legitimidad política mayor que la de cualquier otro líder europeo actual. Johnson no quiere ser recordado como el primer ministro que dilapidó el apoyo ganado con esfuerzo superando las diferencias políticas del partido y que supervisó la desintegración de Reino Unido. Ahora se pondrá a prueba su capacidad de compaginar su oportunismo político y su disposición a asumir riesgos con el talento británico para el pragmatismo y el encanto natural.

Jimmy Burns Marañón es periodista y escritor.

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