El mes pasado, la Comisión Europea reveló su tan esperado proyecto de reforma bancaria, destinado a controlar la toma de riesgo de los principales bancos de la Unión Europea. Pero la propuesta se ha topado con una resistencia importante: hay quienes advierten que erosionaría la competitividad de los bancos europeos y otros que sostienen que es inadecuada para mitigar los riesgos bancarios de manera efectiva. La manera en que se desarrolle este debate tendrá implicancias profundas para el futuro de la UE.
De acuerdo con Michel Barnier, el comisionado de la UE que encabeza el esfuerzo de reforma, las medidas propuestas -incluyendo la autoridad regulatoria para escindir las actividades de trading más riesgosas de los bancos de sus unidades de toma de depósitos, y una prohibición de las operaciones bursátiles por cuenta propia de parte de los bancos más importantes- mejorarían la estabilidad financiera y protegerían a los contribuyentes. Pero el borrador de regulación dista mucho de cumplir con las recomendaciones formuladas por un grupo de expertos de alto nivel en 2012, que incluían un muro impermeable entre los negocios de operaciones especulativas de los bancos y sus actividades de banca minorista y comercial.
De todos modos, muchos sostienen que la propuesta de Barnier va demasiado lejos. Quizá la reacción más fuerte provino del gobernador del Banco de Francia, Christian Noyer, quien calificó las propuestas de "irresponsables y contrarias a los intereses de la economía europea".
Las posiciones adoptadas en este debate complejo no se alinean claramente con el espectro político tradicional de izquierda y derecha. Barnier es un francés de centroderecha que recomienda más control público sobre las actividades bancarias privadas. (De hecho, una regulación bancaria más estricta ha sido respaldada por todos). Y, mientras que la postura de Noyer en el banco central lo hace independiente, está abogando por una autonomía del sector bancario en un país liderado por un gobierno de izquierda. Lo que está en juego es la capacidad de Europa de evitar otra crisis financiera -que podría ser inclusive más devastadora que la de 2007.
Por supuesto, en cierta medida, un sistema capitalista siempre será vulnerable a las sacudidas y las crisis. La pregunta es cómo responder ante ellas para minimizar los efectos colaterales, apuntalando al mismo tiempo la resiliencia del sistema.
En 1929, una crisis entre capitalistas especuladores generó reacciones excesivas y mal concebidas, que derivaron en una depresión profunda y prolongada. Menos de cuatro años después, el gobierno recientemente electo del presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt sancionó la Ley Glass-Steagall, que prohibía a los bancos comerciales comercializar títulos con depósitos de los clientes.
Al prohibir a los bancos de inversión tener depósitos en efectivo, la ley Glass-Steagall ayudó a sustentar más de medio siglo de estabilidad financiera después de la Segunda Guerra Mundial. Esto -junto con el patrón cambio oro, que aseguró que el crédito no excediera la capacidad productiva de la economía- contribuyó a un crecimiento económico global sostenido.
Todo cambió en 1971, cuando el presidente norteamericano Richard Nixon, al no poder contener el déficit fiscal que resultó del gasto en la guerra de Vietnam y en los programas de seguridad social extendidos, abolió la convertibilidad directa del dólar con el oro. La volatilidad resultante en el tipo de cambio, la tasa de interés y el precio de las materias primas continúa hasta nuestros días.
Desde entonces, el sector financiero ha hecho todos los esfuerzos posibles por diseñar instrumentos que protejan contra las fluctuaciones de precios, por transformar la deuda privada en títulos financieros comercializables y por ganar acceso a mercados especulativos. Pero estos esfuerzos fueron propicios al fraude y a la delincuencia y, por lo tanto, fomentaron una ola de nuevas crisis financieras -en Europa en 1992, en Asia en 1997 y en Rusia en 1998- así como una recesión en Europa y Estados unidos a comienzos de los años 2000.
Otros dos acontecimientos desestabilizadores surgieron en los últimos 25 años del siglo XX: un fuerte incentivo para utilizar deuda para apoyar la demanda, y un cambio hacia el financiamiento de deuda pública a través de instituciones privadas a precios de mercado, bajo el pretexto de combatir la inflación. Estas tendencias fomentaron las cargas de deuda pública, a la vez que inundaron el sistema financiero global de una liquidez generada por actividades de banca privada que no estaban conectadas con transacciones en la economía real.
Como resultado, en 2006, la liquidez global representaba más del doble del valor del PBI mundial. Si a esto le sumamos las actividades insostenibles de hipotecas de alto riesgo y securitización del sector financiero en Estados Unidos, no sorprende que los dos años siguientes llevaran al sistema financiero global al borde de un colapso absoluto.
Para impedir que la crisis desatara otra Gran Depresión, los gobiernos intervinieron con rescates masivos financiados por los contribuyentes, lo que hizo que las cargas de deuda pública se inflaran aún más, alcanzando niveles insostenibles en muchas economías desarrolladas. Para colmo de males, Estados Unidos, el Reino Unido y Japón comenzaron a implementar políticas de alivio cuantitativo -es decir, empezaron a imprimir dinero- en un intento por sostener el crecimiento del PBI.
En todo este proceso, los gobiernos han fortalecido sólo mínimamente la regulación bancaria y prácticamente no se ocuparon de cuestiones fundamentales como la creación de liquidez, la exposición a los derivados y la evasión impositiva. Hoy, el 98% de los 750 billones de dólares de liquidez global está en mercados especulativos. Como todas las burbujas, ésta va camino a estallar.
La Comisión Europea ha reconocido el peligro y declaró que la única manera de mitigar esta situación es separando la economía real de los mercados especulativos, impidiendo que los bancos participen en ambos. Pero, según Noyer, una medida de esta naturaleza no funcionaría en la eurozona, donde las ganancias de los bancos dependen en gran medida de sus actividades riesgosas. Si esas actividades se trasladan al Reino Unido, la economía de la eurozona sufriría considerablemente.
Desde una perspectiva de corto plazo, la posición de Noyer es, en términos generales, correcta. Pero las ganancias que se perderían siguen siendo menores que los costos potenciales de otra crisis financiera importante. Los estados miembro de la eurozona nunca deberían verse obligados a enfrentar esos costos otra vez.
Michel Rocard, former First Secretary of the French Socialist Party and a member of the European Parliament for 15 years, was Prime Minister of France from 1988 to 1991.