De crisis, diagnóstico y políticas

En agosto pasado, al estallar la crisis de las hipotecas basura y conocerse la acción concertada de los bancos centrales, publiqué en esta misma página Tercera un artículo titulado Incendios financieros estabilizados y presuntamente controlados. La tesis central era bien sencilla; estábamos ante el final del ciclo de dinero barato y abundante. Se habían producido excesos y el ajuste no se detendría hasta purgarlos. La crisis sistémica era evitable si todos los participantes, autoridades monetarias y fiscales, instituciones financieras e inversores aprendían la lección, moderaban su codicia y extremaban la cautela. De ser así «el verano del 2008 quedará en los manuales de historia económica como el punto de inflexión que marcó el inicio de la desaceleración mundial». Pero advertía que «los desequilibrios globales son importantes y los ajustes pueden ser drásticos». Han pasado cuatro meses y ya nadie duda que la crisis financiera tendrá importantes efectos en el crecimiento y el empleo.

Manuel Guitián y Félix Varela publicaron el año 2000 un libro excelente, Sistemas Financieros ante la Globalización. Afirmaban que «la liberalización financiera y la innovación tecnológica han facilitado la inversión internacional de individuos e inversores institucionales que por su capacidad para afrontar los elevados costes de información, sus menores costes operativos y la rápida instrumentación de sus decisiones, consiguen una alta rentabilidad para sus carteras, aparejada a una movilidad sin precedentes de los flujos. Esa movilidad ofrece sin duda grandes ventajas pero también puede ser el origen de serios problemas». Se referían los autores al fenómeno del contagio, la traslación automática y a veces aparentemente irracional de los problemas de un sistema financiero a otro. Este fue el tema dominante en las crisis de los noventa, incluso antes de que la explosión de la ingeniería financiera desvelase dificultades en la regulación y supervisión financiera.

El contagio es una consecuencia de la interdependencia. La crisis actual es una manifestación de ese contagio, no en los mercados de deuda pública de los distintos países emergentes como entonces, sino entre los distintos mercados financieros de los países industrializados. Lo que empezó siendo un problema limitado al crédito hipotecario de peor calidad se ha trasladado a todos los mercados de crédito. Primero fueron algunos fondos de inversión los que experimentaron dificultades de reembolso. Luego algunos bancos de inversión vieron sus resultados lastrados negativamente por operaciones que creían haber sacado de su balance. Más tarde el problema llegó al mercado interbancario al instalarse la desconfianza sobre la contraparte y pasar las instituciones a depender de las inyecciones extraordinarias de liquidez de los bancos centrales. Ese fue el momento en que la crisis afectó al euríbor que alcanzó máximos históricos y la notaron individuos que se creían al margen de las turbulencias financieras. Luego cayeron las entidades aseguradoras de obligaciones, incapaces de mantener el mercado funcionando y dar precio a algunas emisiones. Hoy estamos hablando de problemas de solvencia y de riesgo sistémico, de un sistema financiero en crisis.

Es natural preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí, no tanto para descubrir si era inevitable sino para extraer conclusiones que nos permitan salir cuanto antes. Los hechos por sí mismos son de poca ayuda, porque sin una teoría que permita ordenarlos e interpretarnos, son como un collage repleto de contradicciones. Los enemigos de la globalización lo tienen fácil, les basta recurrir a su fe en la maldad intrínseca del mercado y demonizar a los especuladores. Los más eruditos entre ellos citarán a Galbraith o Stiglitz. Yo solo les diría que tienen razón, que la mejor manera de evitar las crisis financieras es que no haya bancos, que si no queremos contagio basta con restringir los movimientos de capital y establecer murallas chinas entre los distintos mercados para impedir que haya instituciones universales multiproducto que operen como supermercados financieros. El problema es el coste. Ni ellos niegan que el espectacular crecimiento de la humanidad en el último siglo debe mucho a la tecnología, sin duda, pero tanto o más a la industria financiera.

En el otro extremo, algunos culparán a los bancos centrales por inducir al riesgo moral al constituir una especie de seguro frente a la irresponsabilidad. Citarán el sarcasmo de la Reserva Federal bajando tipos para evitar un problema de inflación de activos que ella misma ha generado con su extraordinaria provisión de liquidez. También tienen razón, pero tampoco nos sirven de mucho porque el mercado necesita reglas y supervisión, especialmente el mercado financiero que se basa por su propia naturaleza en la confianza. Y la teoría y la evidencia empírica nos han enseñado que es mejor que esas reglas las defina una entidad independiente y especializada que el gobierno de turno.

Yo que soy un simple liberal ecléctico, pienso que las crisis están en la naturaleza misma del sistema, como los ciclos económicos. Porque en última instancia dependen de la psicología colectiva. Esta de ahora la hemos venido alimentando con comportamientos complacientes de todos los participantes. Algunos pensamos que lo único verdaderamente sorprendente es que haya tardado tanto, a pesar de las evidentes muestras de excesos en la valoración de activos y de desprecio por los escenarios de riesgo. Ahora bien, una cosa es que no sepamos cómo evitar una crisis financiera y otra bien distinta que no podamos limitar sus consecuencias recesivas.

Para salir de una recesión económica, lo más urgente es acertar con el diagnóstico adecuado. Hemos necesitado el crack de esta semana para darnos cuenta de que el ciclo se había acabado en agosto. Pero nunca es demasiado tarde. Las crisis financieras son muy diferentes en su origen, desarrollo y consecuencias, pero todas requieren unas políticas básicas para superarlas. Primero, hay que recuperar la solvencia y credibilidad de las entidades financieras, lo que exige actuar con prontitud para cuantificar y reconocer las pérdidas y remplazar a los equipos gestores que hayan sido imprudentes. No se trata de criminalizar los errores de juicio, simplemente de devolver la confianza a los inversores. Segundo, hay que modificar las normas prudenciales, de regulación y supervisión que se hayan demostrado insuficientes, inútiles o contraproducentes. Es un proceso lento, que ha de hacerse con rigor, pero que requerirá también cambios institucionales y probablemente personales. Reconocer que España tiene un problema de credibilidad en sus instituciones reguladoras no es hacer catastrofismo, es poner las bases para la superación de una crisis que exige atraer capital internacional, si no queremos que el ajuste sea más brutal que simplemente brusco. Tercero, hay que devolver la confianza a inversores particulares e institucionales para que vuelvan al mercado. Esto va a demandar bastante más que declaraciones tranquilizadoras, exige incentivos al ahorro, la inversión y los beneficios empresariales. Es aquí donde entran en juego las medidas fiscales que deben ser significativas, extraordinarias y reversibles. La reacción gubernamental está siendo un cúmulo de despropósitos. Empezó negando los hechos -crisis, qué crisis, vayan a los bares-; continuó con culpabilizar al Imperio -es un problema generado por Bush-; y una vez estallada la burbuja es una mezcla de populismo e impotencia -la Bolsa es un problema de ricos y el Gobierno no puede hacer nada para evitar el crack-. Mensajes todos ellos muy peligrosos que invitan a la desconfianza, justo lo que ahora nos sobra.

Fernando Fernández Méndez de Andés, Rector de la Universidad Antonio de Nebrija.