De Frankfurt a Montreal

Sabemos que un potencial de barbarie camina siempre con la humanidad. Podemos reprimirlo o constreñirlo, pero no extirparlo. Sin embargo, a veces algunos hacen como que se olvidan de ello. En la historia se han sucedido ideologías fuertes que quieren erradicar la barbarie humana en nombre de algún dios, de alguna razón, de alguna verdad o de alguna revolución siempre pendiente. Ello ha dado lugar a versiones radicales de la barbarie colectiva (fundamentalismos políticos y religiosos, totalitarismos de izquierda y de derecha, etcétera), pero también a ciertas barbaries light. Por ejemplo, el modo en que determinadas concepciones y prácticas políticas tratan a ciertos grupos humanos en las democracias de raíz liberal.

En el periodo de entreguerras del siglo XX, la escuela de Frankfurt ya señaló algunos déficits importantes en las ciencias sociales y en la filosofía clásica cuando hablaban de progreso o de emancipación. Su objetivo era la tradición ilustrada tal como se había desarrollado hasta ese momento (incluido el marxismo). Desde un lenguaje hegeliano de tono pesimista, autores como Adorno y Horkheimer criticaron los supuestos positivistas asociados a una separación nítida entre ciencia e ideología, y a las filosofías que señalaban principios indudables de justicia. Marx ya no era la solución, sino más bien parte del problema. Tanto la dominación del capitalismo como del socialismo sobre la naturaleza acababan en formas salvajes en nombre de la razón - explotación, crisis ecológicas, etcétera-. La Ilustración quería desmitologizar el mundo, venían a decirnos los frankfurtianos, pero ella misma era ya un mito: la vía emancipativa propuesta, el dominio de la naturaleza, se había convertido en un fin en sí mismo. Para realizar buena teoría, añadían, debe atenderse a los contextos, que son siempre particulares. Y estos requieren la interdisciplinariedad, el uso de la inducción y unas pretensiones epistemológicas más modestas que las supuestas por las abstractas teorías de raíz ilustrada.

La crítica de la escuela de Frankfurt se refería a cuestiones de carácter social.En un tono también crítico, a partir de la última década del siglo XX se viene produciendo otra revisión de las bases legitimadoras de las democracias, relacionada esta vez con el pluralismo nacional y cultural de las sociedades contemporáneas. Se trata de una revisión asociada a un conjunto de fenómenos que amplían la anterior crítica social a las sombras ilustradas hacia una dimensión nacional y cultural.Fenómenos como el trato que las democracias dispensan a las poblaciones indígenas, a las naciones minoritarias, a las poblaciones inmigradas, etcétera, apuntan a déficits constitucionales de las democracias actuales. Se trata de una revisión que ha establecido una nueva agenda de temas, poco, nada o muy mal tratados por las teorías clásicas de la justicia o de la democracia (derechos, reconocimiento y acomodación política de las minorías). Aparecen, así, nuevas sombras y nuevos mitos - la pretendida neutralidad cultural de los estados; la dimensión exclusivamente individual de la libertad política, etcétera- en la interpretación y concreción de valores como la dignidad, la libertad, la igualdad o el pluralismo en sociedades caracterizadas por un elevado grado de diversidad interna.

Parte del problema está en cómo nos relacionamos con los lenguajes que hemos creado. Parece que frente a los lenguajes legitimadores, habitualmente recubiertos de grandes palabras (justicia, libertad...), siempre somos aprendices de brujo; personajes abducidos por un juguete que permanentemente nos fascina hasta el más burdo de los engaños. El primero de quien tenemos noticia que se percató de ello fue Gorgias, uno de los sofistas de la antigüedad. Ante el intelectualismo griego, que admitía que la persuasión era hija de un buen razonamiento, Gorgias proclamaba que su eficacia estaba más bien en las palabras empleadas en el razonamiento. Las abstracciones del lenguaje son inevitables y útiles, pero siempre empobrecen la realidad a la que se refieren. El hombre, decía Benjamin, tiende a sobrenombrar las cosas por medio de abstracciones y generalizaciones.

Normalmente, en la historia del pensamiento político, la reacción frente a concepciones demasiado abstractas aconsejó volver la atención hacia los contextos frente a las ficciones teóricas, y hacia la práctica frente a los espejismos visionarios. Tras Platón vino Aristóteles, tras Kant vino Hegel, y tras la teoría de la justicia de Rawls han venido unos liberales de nuevo tipo (Walzer, Taylor, Tully) que han mostrado cómo en nombre del universalismo y del individualismo las sociedades democráticas han tratado a las minorías culturales y nacionales en términos poco o nada justos e igualitarios.

El liberalismo democrático clásico ha sido un factor decisivo en la emancipación y humanización de las sociedades modernas. Pero buena parte de sus mitos y de sus sombras reside en su tendencia a uniformizar las sociedades en beneficio de las características nacionales y culturales de las mayorías. Montreal, Edimburgo y Barcelona son aquí ciudades de referencia. Hoy, la acomodación democrática entre diversos valores e identidades colectivas constituye una nueva vertiente de la emancipación humana frente a las barbaries light insertas aún en las democracias.

Una vertiente que se halla básicamente por concretar en los derechos, instituciones y procedimientos del constitucionalismo contemporáneo.

Ferrán Requejo, director del Grup de Recerca de Teoria Política y catedrático de Ciencia Política en la UPF.