De fundamentalismos

Tiempo extraño este que estamos viviendo. Por un lado, una revolución científica lleva al saber humano a fronteras cada vez más audaces, cambiando modos de producción y hasta expectativas de vida; al mismo tiempo, se adolece de fundamentalismos anacrónicos que, como fantasmas de un pasado que se niega a morir, invaden las sociedades con su carga de irracionalidad y fanatismo.

La reaparición de las guerras de religión, luego de dos siglos de larga y exitosa secularización, es una contramarcha histórica muy profunda. El islam radical agrede los valores de la civilización occidental con acciones terroristas y se divide con encono, a su vez, entre sus diversas tendencias. Sus agresiones han producido, en nuestro mundo, reacciones tan desproporcionadas y sin objetivo claro como lo han sido las guerras de Afganistán e Irak. Al amparo de ambigüedades y dudas de los gobiernos democráticos, crecen los demagogos xenófobos con su carga de fanatismo. El miedo es un mal consejero y allí están la señora Marine Le Pen y el extravagante Donald Trump para testimoniarlo, con una respuesta popular particularmente preocupante.

Al coincidir en el tiempo este terrorismo religioso con un mundo de migraciones, las pasiones nacionalistas se excitan, contradiciendo un proceso de globalización que, a través de la aceptación de las libertades democráticas, la economía de mercado y los nuevos medios de comunicación, expande los bienes de la técnica, del arte, del entretenimiento, incluso uniformando gustos y hábitos de comportamiento. El reciente Brexit británico, tan distante de su flemática racionalidad histórica, ha sido hijo de un nacionalismo aldeano, de arcaica psicología isleña, en que los viejos de los pueblitos, los nostálgicos del Imperio y los veteranos de innúmeras guerras, le han negado a los jóvenes la permanencia en una amplia Europa que había erigido a Londres en su capital financiera. Muros se levantan por doquier como expresión material del abroquelarse nacionalista.

No faltan tampoco los fundamentalismos democráticos, que asumen que una mayoría electoral les atribuye el poder absoluto para atropellar la separación de poderes y perpetuarse en el gobierno. Los populismos latinoamericanos son un cumplido ejemplo de cómo una elección se transforma en un mito refundacional que termina con las instituciones de las que nació. El chavismo es un enfermizo paradigma.

En otra dimensión política del mismo fenómeno fundamentalista, nos encontramos con la iracundia identitaria que impide toda negociación. Es otra resurrección del pasado. Ya Tucídides, en su Historia de la Guerra del Peloponeso, nos decía que “la causa de todos los males era el deseo de poder inspirado por la codicia y la ambición y de estas dos pasiones, cuando estallaban las rivalidades de partido, surgía el fanatismo”. A lo que agregaba: “[...]Así fue como la perversidad en todas sus formas se instaló en el mundo griego, a raíz de las luchas civiles, y cómo la ingenuidad, con la que tanto comulga la nobleza de espíritu, desapareció víctima del escarnio”.

No faltan tampoco los fundamentalistas ecológicos, con sus utopías románticas, que —desbordadas más allá de su benéfica alerta— nos llevan a tiempos mitológicos, como aquella edad de oro que evocaba el Caballero de La Mancha. Y ni hablar de los económicos, curiosamente provenientes tanto de la izquierda materialista como de la derecha ultraliberal, convencidas ambas de que la economía predomina sobre todas las otras dimensiones de la sociedad y el espíritu.

La racionalidad científica también tiene su patología, históricamente simbolizada en el monstruo engendrado por la ambición del doctor Franken<TB>stein. Hoy los monstruos aparecen, en ocasiones, en Corea del Norte, con un pequeño maniático que sueña con bombas atómicas, o bien —más sofisticadamente— en el pensamiento occidental, en las construcciones teóricas de quienes creen —como lo decía Saint-Simon— que “en el nuevo orden político las decisiones deben ser el resultado de demostraciones científicas totalmente independientes de la voluntad humana”. En una palabra, terminamos con la política y los políticos, sin advertir que la conducción de las sociedades no es reductible a ecuaciones.

De todo lo cual resulta, paradójicamente, que, en medio de una explosión científica, la razón ha de seguir en combate. Y que el proyecto de los Iluministas, inspirador de las grandes revoluciones liberadoras, no se ha consolidado tanto como en algún momento creímos alcanzar.

Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay.

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