De Gaulle y Malraux se afilian al PSOE

En una escena de la miniserie Adams –que retrata la vida del segundo presidente de Estados Unidos–, el por entonces delegado del Congreso Americano en Francia responde en una cena de gala en palacio a un cortesano que le pregunta por sus gustos artísticos: “Mis ocupaciones me dejan poco tiempo para las bellas artes; debo estudiar política y el arte de la guerra, para que mis hijos puedan tener la libertad de estudiar matemáticas y filosofía, para que así sus hijos tengan el derecho a estudiar pintura, poesía y música”.

Asumiendo cierta generalización, la historia reciente de España se puede dividir en esta secuencia de abuelos, hijos y nietos. La generación que hizo y padeció la guerra y la posguerra se emborrachó de política y sufrimiento; la que gestionó la Transición, frecuentó más el refinamiento académico y moral tras aprender y asumir las lecciones de sus mayores; y la que ahora marca el estado de opinión pública es la que ha salido de facultades muy influidas por una cultura progresista y proclive a los estudios humanísticos.

No obstante, esta última generación parece haber roto con los sobreentendidos de la progresión histórica –casi hegeliana– de las dos anteriores. Una secuencia que interpretó magistralmente Miguel Gallardo en el cómic Un largo silencio: “Mi padre fue un héroe […] Su hazaña ha sido sobrevivir, sobrevivir para enamorarse de mi madre, para que mi hermano y yo estemos aquí […] Para todo ello mi padre se tuvo que convertir en una sombra durante mucho tiempo, y las sombras no tienen voz”.

Los así llamados Milllennials (y muchos nacidos años antes) parecen haber emprendido su particular rebelión soft –en la medida que ésta se expresa dentro, y a través de, las instituciones– contra las élites (y muchos que no son élite) que salieron de la generación anterior, como si no se viera en ellos a portadores de infancias siniestras y a los parteros de la democracia, las libertades y la convergencia con Europa, sino de la corrupción, la carestía de la vida y el paro. No hay un debate schumpeteriano sobre las nuevas tecnologías disruptivas o la dimensión internacional de la crisis que complemente y complete la necesaria crítica al sesgo de nuestro estado del bienestar hacia los mayores.

Dado que los datos son claros al señalar que la corrupción y la impunidad fueron mayores durante la dictadura y los primeros años de democracia, cabe preguntarse cuál es la fuente de dicho malestar, de la ruptura de la comprensión intergeneracional y del auge de una percepción distorsionada con consecuencias políticas tan trascendentes como el cambio de costumbres y actores políticos. Más allá de sus posicionamientos ideológicos y sus méritos estratégicos, Podemos y Ciudadanos no habrían alcanzado su estatus sin que dicha generación hubiera interiorizado un estado de opinión condenatorio de la obra política de sus predecesores a causa de la crisis. Si bien había una necesidad técnica, una deseabilidad política, éstas no se habrían dado si una indignación emocional profunda.

¿Los medios de comunicación? Son el enemigo fácil y simplificador, pero no debe menospreciarse el efecto que las nuevas tecnologías, la crisis de modelo periodístico y el enfoque editorial predominante tienen en la opinión pública. Es frecuente leer o escuchar que “el periodismo debe adaptarse a lo que demandan los lectores”; sintagma ambiguo que bien podría significar que sólo hay que contar lo que convoque audiencias y consensos, al menos en la trinchera de cada uno. Lo contrario al debate de ideas y la crítica social en los que, hasta hace bien poco, el periodismo basaba su justificación existencial.

En un ensayo reciente sobre el futuro del periodismo, la investigadora francesa Julia Cagé alertaba sobre los efectos perniciosos del exceso de una competencia mediática que tiende inevitablemente al posicionamiento artificial en bandos irreconciliables. Los nichos periodísticos suelen convertirse en nichos sociales que llevan al rechazo mutuo. Hablar de “periodismo crítico” es una redundancia, y hacerlo de “periodismo indignado” es contradictorio. “No odies a tus enemigos: no te permite juzgarles”, recomendó Michael Corleone en el Padrino III a su probable sucesor. El periodismo tiene una responsabilidad en que la opinión pública esté equivocada en su percepción sobre el progreso histórico –inexistente para muchos– y la corrupción –mayor que nunca, para otros tantos–. Ser crítico no es sinónimo de ser hiperbólico. España no es Las Rozas, pero tampoco Belchite.

La crisis del PSOE suele analizarse con palabras que recuerdan a los consejos de algunos amigos cuando la pareja te abandona: “Lo que tienes que hacer es pasar”. El debate teórico sobre la crisis de la socialdemocracia se asienta en sobreentendidos cuya enunciación no aclaran nada. Sí, ya no hay suficientes trabajadores en la industria afiliados al sindicato hermano de un partido de izquierdas que hagan ganar elecciones; la uberización del sector servicios ha pillado con el paso cambiado a los partidos de centro-izquierda. ¿Y por qué entonces gobiernan Obama, Renzi, Trudeau, Tsipras y otros progresistas con un éxito electoral notable?

No hay un debate técnico urgente, porque el qué ya se intuye, sino de auctoritas y liderazgo. Algo que es lógico que se haya exacerbado en un momento histórico dominado por las pantallas y la imagen. Decir que el PSOE ha de escoger lo mejor de Renzi y lo mejor de Corbyn es no decir nada, o como decirle a ese amigo que ahora, para ligar, tiene que conseguir el atractivo refinado de Clooney con un toque de la masculinidad básica de Gerald Butler. Porque, además, ya ha escogido, y sólo hay que tomarse la molestia de leer el prolijo programa electoral para conocer su inequívoco acento y su diagnóstico liberales, su apuesta reformista. Como lo han hecho todos los socialdemócratas que gobiernan.

Lo esencial reside en algo que casa mal con la retórica comunitarista de oposición y campaña del Partido Socialista, la misma que le lleva a sobrevalorar una democracia directa que, en realidad, nadie aplica. Es imposible que el PSOE pueda competir con su actual estructura con partidos fuertemente jerarquizados, aunque sus estatutos hablen de círculos o consultas. Los análisis sociales más en boga prescinden con demasiada ligereza del componente irracional, carismático, de la política.

El PSOE se subió en la ola de la opinión pública en un momento de lógico malestar, asumió una retórica derrotista, un diagnóstico provinciano de un cambio global, alimentó un victimismo antipedagógico, pintó un cuadro irreal de España que predispuso a sus votantes a una indignación inmediata no siempre justificada. El PSOE se convirtió, de repente, en el saboteador de su propio legado. Si España está tan mal, la culpa será vuestra, que habéis gobernado tantos años en tantas instituciones. Cuando se hizo posibilista, sus votantes ya habían vuelto a Mayo del 68.

“Me entregaron un cadáver e hice ver que estaba vivo”, dijo De Gaulle sobre el estado de ánimo en el que estaba Francia cuando se hizo cargo de su gobierno tras la Segunda Guerra Mundial. La socialdemocracia española, sumida en el desánimo, no necesita ya tanto detalles adicionales sobre sus intenciones como un modelo gaullista de liderazgo que aglutine voluntades y devuelva la autoestima a su electorado; o a un Malraux cuyo testimonio vital y su idea general de España y del mundo, transmita la seguridad de que, en un momento inasible y complejo, se tiene una ligera idea del camino a seguir y lejanía de la mundanidad pequeña del partido, amén de preparación y buenas intenciones. Alguien que vuelva a engarzar el tercer eslabón de la cadena a los dos anteriores. Si el PSOE niega el progreso inédito de las últimas décadas, está incapacitado para proponerlo.

Antonio García Maldonado es periodista y editor.

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