De Hydra a Mallorca

Hace algunos años estaba en la habitación de un hotel, ordenando los poemas que iba a leer al cabo de unas horas en la librería Rafael Alberti, en Argüelles, uno de los barrios de Madrid que más me gustan. Me levanté y encendí la televisión, que es algo que se hace en los hoteles para estar menos solo, o solo de otra manera. Fui cambiando de canal hasta que oí una canción de Leonard Cohen: By the river's dark. La película era reciente y sin mucho interés: sucedía en la Alaska actual y había tramperos y una relación amorosa entre un blanco y una india. Inmediatamente me vino a la cabeza otra película de tramperos —estos del siglo XIX— que vi a los diecisiete años en un cine de Granada: Los vividores, de Robert Altman. La historia transcurría en la frontera entre Canadá y Estados Unidos. Su banda sonora eran otras canciones de Cohen: Suzanne, Winter Lady y All the sisters of Mercy... Y también había una relación amorosa del protagonista con una prostituta opiómana encarnada por Julie Christie, la maravillosa Lara de Dr. Zhivago, la fascinante adúltera de El Mensajero. En aquellas semanas escribí varios poemas que surgieron de esa película —la nieve, la pipa de opio, la soledad de las montañas...—, Winter Lady fue para mí un himno y Julie Christie se convirtió —una vez más: ya lo era con Lara— en otra de mis encarnaciones femeninas de la poesía y de la vida, que a veces son lo mismo.

Desde la tarde del cine granadino a la del hotel madrileño habían pasado más de treinta años. En la televisión volvió a sonar By the river's dark y entonces supe con qué poema tenía que empezar mi lectura: uno en el que están el tiempo, la escritura y el opio como metáfora de las pasiones de la vida. Después di gracias —como da gracias Cohen en algunas canciones— porque en ese momento estaba donde quería estar antes de cumplir los veinte años: en un hotel de una ciudad que no era la mía, con un puñado de poemas como pasaporte y billete de viaje. Y, al fondo, la voz de Cohen, que había acompañado tantas horas de mi vida desde que en 1971 escuché Songsfrom a roorn y vi esa fotografía del dorso que ya no olvido: la de una chica envuelta en una toalla que pasa a máquina los poemas del cantante canadiense en una habitación austera como una celda monacal. La foto estaba tomada en la casa de Hydra donde Cohen vivió.

Luego escuché Songs of Leonard Cohen, que se convirtió en banda sonora de amores, desamores, bailes, encuentros, soledades y abandonos de un par de generaciones de los primeros 70 y —mucho más importante— Songs of love and hate, o el disco donde la poesía de Cohen se hace revelación. En él está Famous blue raincout y allí donde me encuentre, si suena esa canción, se detiene el mundo y de verdad que no es necesario que vuelva a ponerse en marcha. Al oír sus primeros acordes, ya no es necesario. Pero detrás de la educación sentimental hay otra cosa más potente aún: la certeza de que Leonard Cohen —como Bob Dylan— no es sólo un gran cantante —que ya es—, sino uno de los poetas de nuestro tiempo. Un poeta en cuya voz el mundo antiguo y el actual se hacen contemporáneos, cosa que está, supongo, en el origen del reciente premio Príncipe de Asturias. Cohen ha logrado lo que todo poeta desea: ser música, memoria y emoción de su época —ser, en fin, poema— y a través de la palabra —y de su entonación, claro— trascender en el tiempo. Lo primero está fuera de toda duda, y eso que es materia difícil: en la vida de cada poeta, se logra en pocos poemas, como si los demás solo formaran parte de un ensayo general. No es el caso de nuestro hombre, y aquí ayuda la música: sus versos —sean en libro, en vinilo o en CD— forman un solo poema, donde el amor, el humor, la historia, el erotismo, la tristeza, la pasión, la delicadeza y el sarcasmo lo inundan todo. Como su voz —su voz inunda— ahí donde se oiga: desde la cama de los amantes o la habitación donde un muchacho escribe sus primeros versos, a las ondas de la emisora del ejército israelí donde suena su Hallellujah. Él ha unido en nuestro tiempo el misterio bíblico y su tradición versicular con el amor y el dolor contemporáneos. Tamizándolos en una atmósfera de ecos mediterráneos que Cohen enlaza con la melancolía del Norte. Lo demás es la época: la que va del rechazo de la Beat Generation al refugio musical del hotel Chelsea, con Janis Joplin o Nico saltando de habitación en habitación —como Alicia atravesaba los espejos— y al fondo un hombre que ama a las mujeres y ha sido amado por ellas.

Pensé en eso hace dos años, cuando Leonard Cohen vino a actuar a Palma por segunda y última vez. Pensé en el judío heterodoxo —el Cohen descendiente de los guardianes del Templo y su prohibición de contacto con la muerte, pisar, por ejemplo un cementerio— y en el quebecqois heterodoxo también —Cohen es de Montreal, donde lo aman menos porque escribe en inglés, que es parecido a escribir en castellano en según qué zonas del Mediterráneo español—. Pensé en el budista retirado en un monasterio, al que la estafa de su manager devolvía a los escenarios. En el hombre que puso le-tray música a nuestra melancolía cuando no sabíamos que lo era y también a nuestra desolación, si esta tuvo lugar. Pensé en el que escribió los poemas de La energía de los esclavos y en el que dio un sentido nuevo a nuestras vidas. En el Leonard Cohen, en fin, que supo sintonizar el ritmo de nuestro corazón con el de nuestra mente. Recuerdo que no sabía si ir o no a ese concierto, pero una mañana me encontré comprando un par de entradas como quien compra el pan necesario. Y mientras esperaba a que me devolvieran el cambio, pensé en el adolescente que escribía sus primeros versos escuchando a Cohen y que quizá le debía más a él que a poetas grandes como Cernuda o W. H. Auden, por decir dos nombres apabullantes. Aquella noche, en el concierto, Leonard Cohen estuvo magistral y yo fui un hombre feliz que hubiera tomado Manhattan y hubiera tomado Berlín como quien se toma una copa de champán y después otra.

A ntes he citado la fotografía que aparece al dorso de Songs from a room, tomada en la isla de Hydra por el cantante. Desde hace veinticinco años escribo todos los veranos en una habitación muy parecida, de paredes blancas, con una pequeña estantería, una silla y una mesa. Tiene un aire monacal, una ventana con barrotes, suenan las cigarras y está en un pequeño puerto de pescadores de la costa norte de Mallorca, que podría pasar por griego. No tengo radio, ni periódicos ni televisión. No hay palacios neoclásicos, como en Hydra, pero muy cerca queda la memoria poética de Robert Graves, la huella de un archiduque austro-húngaro y un templete neoclásico que mandó construir sobre esta misma costa. A veces me acuerdo de un verano de los primeros 70, cuando en Palma corrió la voz de que Cohen se encontraba en Mallorca, viviendo en casa de una amiga, en Deià, y yo decidí ir a conocerlo. Como no conducía, fui desde Valldemossa —donde veraneaba— en autostop. Deambulé por los bares de Deià, pregunté aquí y allá: nada. No encontré a Leonard Cohen. Nunca supe si el rumor era cierto o no, pero lo intenté y aún recuerdo —tenía dieciocho años— la limpia emoción de esa tarde, como si todo hubiera ocurrido en la tarde de ayer.

José Carlos Llop, escritor.

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