De imputaciones, 'absoluciones' y votos

Un conocido político de la derecha afectado por diversas actuaciones judiciales, en plena euforia poselectoral, sucumbió a la tentación de proyectar miméticamente el favorable resultado de las urnas sobre el curso de aquéllas, considerándose "absuelto" por el veredicto ciudadano. Tan chusca pretensión tiene poco de original, al contrario, en estos años, lamentablemente fértiles en casos de sujetos públicos con expectativas y experiencia de banquillo, semejante modo de discurrir ha aflorado de manera regular en diversos sectores del espectro político. Con ocasión de simples imputaciones, pero asimismo a raíz de sentencias condenatorias, denostadas como ilegítimas e incluso prevaricadoras, por contradecir la expresión del sufragio. Supuesta expresión, en razón de la constitucional incompetencia del electorado para emitir tal género de pronunciamientos.

Posiciones como la evocada son el síntoma de una grave patología de la democracia constitucional, en la que, ciertamente, la dinámica representativa tiene un papel central, pero de centralidad equivalente a ese otro rasgo caracterizador de aquella que pone a todos los momentos del sistema, incluida la política, bajo el imperio de la ley, también de la ley penal. Porque no existe nada más perturbador de las dinámicas institucionales, ni más constitucionalmente contra natura que las conductas delictivas producidas mediante usos prevaricadores del poder legítimamente adquirido.

Por tanto, la impertinencia de declaraciones como la que se comenta no puede ser más notoria. En efecto, la imputación judicial es una hipótesis a confirmar, mientras no resulte avalada positivamente por pruebas ante un tribunal. Esto confiere al afectado derecho a no padecer otro gravamen que el representado por las diligencias de investigación judicial y las medidas cautelares que ella ocasione. Así, podrá postularse como candidato (supuesto nada ideal), pero no pretender de sus electores patentes de inocencia. Tampoco la suspensión del juicio que políticamente merezcan los indicios incriminatorios en el marco de la relación de confianza base del contrato con aquéllos; regida por el personalísimo criterio del votante.

Los campos de la responsabilidad penal y de la responsabilidad política, claramente diferenciados, no son, sin embargo, igualmente impermeables cada uno respecto del otro, en razón de la diversidad de sus principios informadores. Pues si el juicio jurisdiccional ha de permanecer rigurosamente al margen del juicio político, éste puede verse afectado incluso por la simple incoación del primero. Porque, en una concepción ideal de la vida pública, es pacífico que el aspirante al ejercicio de funciones de gobierno de la polis debe ser un ciudadano modélico: "por encima de toda sospecha". De manera que ante algún indicador de delito dotado de razonable seriedad, el obligado aplazamiento del juicio jurídico no impedirá el juicio político de la opinión, inevitablemente destinado a operar con carácter actual sobre los datos en presencia y en virtud de apreciaciones que, en el fuero del votante, son de naturaleza eminentemente subjetiva.

Por eso, del mismo modo que la frecuente demanda social de decisiones judiciales "ejemplares" de corte justicialista a despecho de la legalidad, estimulada, a veces, con patente oportunismo desde algún campo político, es una clara ruptura de las reglas constitucionales del juego; intervenciones como la que ocasiona estas líneas representan una grosera confusión de planos y el intento de patrimonializar en causa propia un bien rigurosamente indisponible para esos fines, que es el consenso ciudadano. Pero siendo malo que tras una victoria en las urnas quiera obtenerse de ella ese rendimiento ilegítimo; es todavía peor el hecho de que, como cabe presumir, el propósito de conseguirlo habrá condicionado ya antes el diseño de la estrategia electoral misma, desplazándola en todo o en parte a un terreno impropio.

Se sabe por experiencia que los delitos emergentes en espacios públicos tienen que ver con diversas formas de intolerable patrimonialización de intereses de esta índole. Pues bien, cualquier modo de intervención política que pueda producirse con el fin de influir en actuaciones judiciales en curso por actos de esa clase, constituirá, a su vez, una nueva modalidad de apropiación privada del interés común. En este caso, el subyacente a las formas y procedimientos de la democracia parlamentaria como cauce hábil de acceso a la gestión del poder político; pero rigurosamente inhábil para incidir en el marco de la jurisdicción, es decir, contra ella en su calidad de instancia independiente.

El derecho a la presunción de inocencia es una institución difícil, en particular cuando ha de convivir, como es normal, con lo que comúnmente es una evidencia de delito. Tal dificultad, que es resistencia social a la efectiva vigencia del principio, se ve agravada por la endémica pasividad o indiferencia institucional en la materia. Pues, siendo ésta de incuestionable relevancia en tanto que decisivo factor de calidad de la vida civil, nunca ha suscitado la menor preocupación pública como objeto de política cultural.

Pero es que, además, semejante déficit de preocupación institucional por las duras vicisitudes del principio, es coherente con la recurrencia de usos manipuladores del mismo, debidos a sujetos políticos implicados en causas penales. Sujetos que, por lo general, mientras se prodigan en "estrategias de ruptura" dentro de éstas, tratando de hacerlas imposibles, reclaman para sí la condición de presuntos inocentes en el orden político, alimentando por sistema la interesada confusión entre una y otra esfera. La misma confusión que irresponsablemente se induce con campañas electorales dirigidas a deslegitimar procesos penales en marcha. Y al pretender imposibles "absoluciones" políticas en actuaciones jurisdiccionales regidas por criterios de legalidad estricta.

Perfecto Andrés Ibáñez, magistrado.