De imputados y de ofendidos

A juzgar por las noticias procedentes de Valencia, Alicante y Baleares, los partidos se las ven y se las desean para componer listas electorales con hombres y mujeres que no estén implicados en ninguna trama corrupta. Algunos sólo son mencionados en transcripciones de escuchas telefónicas realizadas por la Policía. Otros aparecen con nombres y apellidos en informes policiales en los que se detallan minuciosamente movimientos de cuentas bancarias y de sobres con dinero en efectivo. Pero los hay, incluso, que ya están formalmente imputados en procesos penales. No obstante, ni siquiera esto último parece suficiente para excluirlos de las listas electorales. La imputación penal se desprecia como algo apenas relevante por la dirección de algún partido, exigiendo, al menos, «una resolución judicial de cierta entidad».

Sin ánimo de explicar aquí el concepto técnico-jurídico de imputación penal, sí podemos señalar que se trata de un momento procesal clave a partir del cual el imputado dispone de todas las garantías que la Ley de Enjuiciamiento Criminal otorga para salvaguardar su derecho a la defensa. En el caso de los aforados, esto es especialmente cierto, dado que existe la garantía adicional de la previa concesión del suplicatorio por parte de la Cámara representativa de la que forma parte, debiendo estar motivada la petición que se dirige a las cámaras en los hechos que se desprenden de la instrucción. En definitiva, el instructor aprecia que la investigación de determinados hechos de naturaleza criminal en los que el imputado puede estar implicado exige, en beneficio de este último, el cambio de su situación procesal para poder defenderse adecuadamente.

No cabe duda de que las implicaciones derivadas de tal situación son bastante relevantes en un ámbito tan sensible como es el de la gestión de los asuntos públicos. La presunción de inocencia, que es estrictamente personal, no puede servir de excusa para desconocer la pérdida de confianza que esta situación produce cuando se trata de gestores públicos que no sólo deben de ser honestos, sino también parecerlo. Máxime teniendo en cuenta que la tentación del político en activo de utilizar su situación institucional para presionar en el procedimiento de instrucción puede ser irresistible. Todo esto avala la decisión más lógica y la más difícil de adoptar: la renuncia al cargo o a la participación en las listas con la finalidad de no perjudicar al partido, a las instituciones y, sobre todo, a la democracia mientras se sustancia el procedimiento penal.

En nuestra actual partitocracia, sin embargo, la imputación penal parece otra finta más del juego político, un jaque circunstancial que puede escocer momentáneamente pero que no inhabilita, faltaría más, para continuar la partida. El único inconveniente de esta interpretación es que presupone que ese jaque proviene del adversario político, y no de ciertas instituciones fundamentales del Estado que los ciudadanos nos hemos dado para regular nuestra convivencia. O peor aún, que proviene de esas misma instituciones -Policía, jueces, fiscales-, utilizados arteramente por el partido de enfrente para menoscabar oportunidades electorales. Esto es al menos lo que se dice muchas veces en público, aunque en privado muchos políticos, empezando por los compañeros de los imputados, opinen de forma bien distinta.

Si admitimos, pese a sus muchos defectos, que la Administración de Justicia española no es corrupta, es decir, que fiscales y jueces actúan en conciencia y en Derecho, y que la Policía o la Guardia Civil actúan con profesionalidad y con imparcialidad, la conclusión es clara. Si estos profesionales deciden primero investigar, luego acusar y por último imputar a alguien en un procedimiento penal, es porque hay motivos suficientes para hacerlo. Claro está que una imputación no es una sentencia condenatoria, pero ciertamente es algo más que una querella que cabe interponer por motivos torticeros. Digamos, entonces, que es una resolución judicial de mucha entidad, salvo al parecer para nuestros políticos.

Para ellos la imputación no pasa de ser una especie de insulto que genera ciertos sentimientos de ofensa y agravio, pero no, desde luego, una preocupación seria. Así lo acreditan las actitudes de algunos imputados (o de sus cónyuges), cuyas declaraciones ante los mismos jueces rayan en lo chulesco o en la tomadura de pelo. Y si ello es así es porque al político, en cuanto tal, realmente no le pasa nada. La Justicia es muy lenta, por lo que con un poco de suerte no llegará antes de las elecciones a dictar esa «resolución judicial de cierta entidad», y ya se sabe que las elecciones lo limpian todo tal que un nuevo bautismo democrático.

Al paso que vamos, dentro de nada tampoco servirá para excluir de una lista electoral una sentencia condenatoria (suponemos que una estancia en prisión será más difícil de gestionar, por aquello de la falta de disponibilidad del candidato) porque a lo mejor no es firme. Y en el peor de los casos, a lo mejor un Parlamento agradecido revoca la sentencia dictando una Ley de amnistía para todos los corruptos. Y, así, al final, los humillados y ofendidos serán, una vez más, los ciudadanos.

Elisa de la Nuez, abogada del Estado.