¿De Juana inocente? ¿Zougam culpable?

Sigo con el Julio César de Adrian Goldsworthy que nuestra Esfera de los Libros publicará este próximo otoño en castellano. Entre otras razones porque los valores morales que estaban sobre la mesa de la Sala Segunda del Supremo cuando deliberó el pasado lunes sobre la pena a imponer a De Juana Chaos se parecen bastante a los que tuvo que ponderar el Senado de Roma cuando el 5 de diciembre del 62 antes de Cristo se reunió en el templo de la Concordia para decidir la suerte de Publio Léntulo y otros cuatro cómplices de la conspiración de Catilina que habían permanecido en la ciudad, mientras su jefe levantaba un ejército con el propósito de asediarla y conquistarla.

Fue uno de los debates más intensos de la historia de la República, con el propio Julio César defendiendo el equivalente a lo que hoy serían las posiciones apaciguadoras y benevolentes alentadas por el Gobierno y la Fiscalía, el implacable Catón exigiendo al modo del PP que todo el peso de la ley cayera sobre los acusados y Cicerón aguardando el desenlace para aplicar el criterio de la mayoría en su condición de cónsul electo de ese año. Fue un ejercicio de democracia deliberativa al estilo de los que le gusta practicar a Zapatero. Cicerón podría haber solicitado y obtenido el Senatus Consultum Ultimum, o sea la carta blanca para haber impuesto la razón de Estado por cualquier medio legal o ilegal que considerara conveniente, pero él había preferido que se fraguara una decisión parlamentaria porque los tiempos de los GAL, en los que matones armados por los cónsules ahogaban en sangre las rebeliones, también habían pasado en Roma.

La propuesta de César se parecía bastante a la del arresto domiciliario planteado por la Fiscalía para De Juana, con la variante de que no debía ser en sus casas donde permanecieran retenidos los seguidores de Catilina, sino en una serie de pueblos italianos alejados de Roma cuyos jefes y habitantes responderían del control de los prisioneros. Al margen de su dudosa operatividad, el problema de la solución de César es que, como en el caso de nuestro Ministerio Público, sobre ella planeaba la sospecha de que era fruto de un entendimiento secreto con los sublevados. Tanto es así que grupos de exaltados, mucho más agresivos que los dignos manifestantes de la AVT o el Foro de Ermua, trataron de linchar a César a la salida y probablemente lo habrían conseguido de no haberle proporcionado Cicerón una escolta especial.

La fría elocuencia de César, advirtiendo que la pena de muerte que propugnaba el otro bando no formaba parte de las tradiciones romanas, había ido ganando adeptos, cuando un argumento de Catón varió rotundamente la correlación de fuerzas: «Tened la seguridad de que a la vez que decidís la suerte de Publio Léntulo y del resto, estaréis juzgando al ejército de Catilina y a todos los conspiradores. Cuanto más vigorosa sea vuestra acción, menor será su coraje; pero si ellos detectan la menor debilidad por vuestra parte, estarán inmediatamente aquí, imbuidos de atrevimiento temerario».

El instinto de supervivencia fue más fuerte que la apelación a la clemencia y poco después del final de la sesión, tras adoptar las disposiciones oportunas, Cicerón salió del lugar en el que habían sido recluidos los acusados con una proclamación tan eufemística como elocuente: «Vixerunt». Ese «Vivieron» significaba, claro está, que acababan de ser estrangulados.

Por mucho que se empeñara Anasagasti, tal solución final no era, naturalmente, la que pretendía aplicar a De Juana ninguno de los magistrados de la Audiencia Nacional que votaron contra su excarcelación ni ninguno de los miembros del Supremo que, de entrada, no compartían el criterio más indulgente de sus compañeros. Uno de los grandes problemas de la República romana era la ausencia de cárceles permanentes, en base al criterio de que el exilio era una pena equivalente a la privación de libertad puesto que implicaba la pérdida de todos los derechos de ciudadanía. Eso circunscribía en la práctica el dilema -como en el circo con los gladiadores- a optar por la vida o la muerte de los acusados.

En nuestro caso el debate del pleno de la Sala Segunda abarcaba un abanico de posibilidades mucho mayor, pues se trataba de determinar cuánto tiempo debía permanecer en prisión una persona que primero había cometido 25 asesinatos ya saldados con sólo 19 años de reclusión, durante los que había dado monstruosas muestras de ensañamiento con las víctimas -«Sus lágrimas son nuestras sonrisas»-, y después había amenazado por escrito a un juez y a varios funcionarios de prisiones. La mejor prueba de que el margen de maniobra legal era enorme la constituye la propia evolución de la postura de la Fiscalía que pasó de pedir 96 años de cárcel cuando aún no se había iniciado el proceso de paz a solicitar alternativamente 12 o 3, según estimara el tribunal que las amenazas eran terroristas o no. La Audiencia se inclinó por los 12 y el Supremo alcanzó un amplio consenso en torno a los tres.

Al final las cuentas no tienen vuelta de hoja: 25 asesinatos más la secuela de las amenazas se purgan en la España garantista actual con 22 años de cárcel, de forma que De Juana estará pronto en la calle, a los cincuenta y pocos, dispuesto a seguir contribuyendo a la causa etarra con las repuestas energías de todo Ave Fénix. Por mucho que se tratara de procedimientos diferentes no hay un solo ciudadano que no haya hecho esta suma y los jueces lo sabían. Como sabían también que el Gobierno, todos los partidos importantes menos el PP y buena parte de los medios de comunicación que apoyan el proceso de confederalización de España emprendido por Zapatero preferían que se pusiera a De Juana a 10 minutos de obtener la libertad antes que seguir afrontando los riesgos de su dosificada huelga de hambre. Como sabían también que una decisión severa o simplemente estricta hubiera situado sus fotografías en el centro de las dianas de una escalada sin precedentes de la kale borroka y quién sabe si de una reanudación en toda regla de los asesinatos de servidores públicos por parte de ETA.

No digo ni que se hayan dejado intimidar ni que no hayan resuelto de acuerdo con el Derecho. Digo que los magistrados del Supremo, seres humanos al fin y al cabo, no se reunieron en una campana neumática: tenían todos esos elementos de la realidad, pudieron haber decidido algo diferente -que las amenazas de un terrorista no pueden dejar de ser nunca terroristas, que De Juana como Parot había vuelto a pertenecer a ETA al servir a sus fines-, pero no lo hicieron. Incluso dos de ellos anuncian votos particulares proclamando la inocencia del acusado y el que uno de esos magistrados sea precisamente el instructor de la causa por la violenta invasión de mi domicilio de Mallorca me hace temer, por cierto, que como trate al diputado Puig con el mismo rasero que a De Juana, tal vez termine teniendo que entregar yo las llaves de mi casa al asaltante.

En una democracia todas las resoluciones judiciales deben ser respetadas y acatadas, gusten más o menos, le convengan a uno o no, pues incluso las más injustas emanan de un sistema justo, pero la de la Sala Segunda sobre De Juana merece una crítica especialmente acerba. Es cierto que los magistrados pueden encogerse de hombros y remitirnos al legislador, pues hemos tenido durante demasiado tiempo en vigor un Código Penal estúpido que, en lugar de establecer la muy conveniente cadena perpetua con juicio de revisión -de forma que asesinos múltiples como éste sólo fueran excarcelados previo arrepentimiento y garantía de reinserción-, ha sembrado de tantos incentivos, beneficios y rebajas el cumplimiento de las penas que ha terminado, como se ve, fomentando la contumacia en el horror.

Pero, insisto, aunque en la España actual nadie haya formulado con el suficiente vigor los argumentos de Catón, los príncipes de nuestra magistratura no podían ignorar la honda desmoralización que su resolución iba a provocar en las víctimas y la inyección de entusiasmo que iba a suponer para sus asesinos. Me remito ahora a Anthony Everitt biógrafo de Cicerón: «Tan pronto como las terribles noticias llegaron de Roma, las tropas de Catilina comenzaron a disolverse. Se estimaba que había logrado reclutar 20.000 soldados, pero en poco tiempo tenía tan sólo una cuarta parte de ese número». ¿Son conscientes los ilustres miembros de la Sala Segunda de que, en la antítesis de este ejemplo clásico, ETA y sus adláteres están ahora convencidos de que con su vandalismo callejero, con las pintadas amenazantes a los acoquinados socialistas vascos y el chantaje del bien publicitado ayuno intermitente del monstruo de Frankenstein han logrado doblarle el brazo al Poder Judicial e interpretan lo ocurrido como la más clara señal del creciente desistimiento del Estado a la hora de defenderse de su coacción terrorista?

Por paradójico que parezca los abanderados políticos y mediáticos de la lenidad con De Juana se comportan al mismo tiempo como los más feroces inquisidores ante las personas que el jueves comenzaron a sentarse en el banquillo acusados de perpetrar y cometer la masacre del 11-M. Antes de que se iniciara la vista oral ya les habían declarado culpables, decretando en sus declaraciones y titulares la única verdad de lo ocurrido y lanzando severas admoniciones a cualquier diputado, abogado o periódico que -como es el caso de EL MUNDO- afronte el proceso ante todo como una oportunidad de intentar aclarar algunos de los muchos enigmas que subsisten respecto a lo ocurrido.

Pues bien, cuanto más convulsas sean sus execraciones mayor serenidad encontrarán en nuestra mirada racional y receptiva. Porque la tozudez de la realidad no sólo no facilita ese carpetazo, tantas veces augurado, tras unos meses de engorroso trámite procesal, sino que por el contrario da alas al lector inteligente, al oyente bien informado, al observador crítico empeñado en no dar por demostrado sino aquello que se pueda demostrar. De hecho, desde que tres jueces dignos de tal nombre han rescatado el procedimiento del naufragio de la instrucción sumarial, el afán esclarecedor está contando por primera vez con el sólido impulso del Estado de Derecho, de forma que entre el martes y el viernes de esta semana hemos aprendido más sobre aspectos esenciales de la causa que en los tres años transcurridos desde la masacre.

Por ejemplo que en los trenes difícilmente pudo estallar Goma 2 ECO cuando se han detectado restos de una sustancia -el dinitrotolueno- que no sólo no forma parte de su composición sino que expresamente se decidió que quedara excluida de la misma. A juzgar por el documento del Ministerio de Industria que reprodujimos anteayer casi podría decirse que la Unión Española de Explosivos empezó a fabricar Goma 2 ECO con el fin primordial de poner en el mercado una dinamita sin dinitrotolueno. Ya veremos si una empresa tan dependiente del Gobierno y con el último director del CESID felipista como jefe de seguridad, termina prestándose al juego de su autodenigración remunerada, pero la tesis de la contaminación en su fábrica a la que ahora se aferra Rubalcaba equivaldría a que una compañía de bebidas publicitara una cerveza sin alcohol y los análisis detectaran unos cuantos grados de componentes etílicos fruto de un error en la fermentación.

El ministro del Interior ha venido a decirnos que la dinamita hallada en los focos de los trenes y la correspondiente a los restos de explosivos «enteros» -Leganés, mochila de Vallecas, Kangoo, Mocejón- es igual porque no puede dejar de ser la misma. ¡Oh, cráneo privilegiado! Es cierto que en todos estos escenarios han aparecido ahora, como por arte de magia, restos de DNT, ¿pero por qué no los detectó en 2004 el altamente cualificado laboratorio de la Policía Científica que sí que examinó muestras de esas cuatro procedencias? Yo que ustedes no me perdería el informe que ultima para su habitual sección de los lunes Casimiro García-Abadillo, pues no en vano fueron sus averiguaciones las que impulsaron a las partes a pedir los nuevos análisis y al tribunal a concederlos.

Entre tanto fijémonos en Jamal Zougam, el hombre cuya detención cambió un sábado por la tarde la Historia política de España. Yo no pongo la mano en el fuego por nadie, pero sus respuestas de anteayer al interrogatorio de la fiscal pulverizan la principal conjetura que permitía ubicar su comportamiento en el relato del auto de acusación: sólo si, además de islamista, fuera gilipollas podría haberse comportado como presumen Del Olmo y Olga Sánchez y ciertamente no lo es. Un tipo con su buena cabeza puede llegar por afinidad ideológica a suministrar tarjetas telefónicas a unos aprendices de terroristas para ayudarles a cometer atentados y también puede en el paroxismo de la obcecación prestarse a poner alguna bomba en los trenes, pero lo que de ninguna manera encaja es que hiciera ambas cosas a la vez -¿si para los móviles se buscó un proveedor externo, por qué adquirir las mucho más baratas y asequibles tarjetas en la tienda de un miembro del comando?- y encima permaneciera rascándose la tripa a la espera de que lo trincaran después de descubrirse el Triump de la mochila de Vallecas.

Pero, cáspita, aquí hay un sector de grandes magnates y minúsculos sicarios que debe mucho al 14-M y necesita que Zougam quede ennegrecido para siempre con esos 38.000 años que le piden atados al tobillo, por la misma razón que se afana en blanquear como sea a De Juana y sus homólogos. O a ver si no va a terminar de quedar nunca del todo claro que ETA sólo mataba porque Aznar no le dejó otra alternativa cuando decidió apoyar la guerra de Irak...

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.