De la «a» a la «z»

José María Carrascal (LA RAZON, 14/12/04).

Había dicho que su intervención iba a ser distinta a la de Aznar, y resultó que fue una copia de la misma: beligerante y altanera, acusadora y reiterativa. Naturalmente, cada uno en su tono y estilo. Aznar es seco, abrasivo, desdeñoso; Zapatero, ampuloso, resbaladizo, melifluo. Pero ante la Comisión del 11-M, ambos sacaron su artillería gruesa y ni el uno ni el otro cedieron un milímetro en sus posiciones previas. Lo que significa que nos quedamos como estábamos, sin saber nada nuevo de lo ocurrido antes, durante y después de los atentados, que llevan camino de convertirse en uno de los grandes misterios de la historia contemporánea española. Con las comparecencias de Aznar y Zapatero como un capítulo más del mismo y la perspectiva de morirnos sin saber su desenlace, por más vueltas que le demos y más indicios, argumentos y testigos que aparezcan. Triste, pero no hay más cera que la que arde ni nuestro sistema parlamentario da más de sí. La estrategia, sin embargo, obligaba a ambos pesos pesados a adoptar tácticas distintas en su encuentro virtual, ya que se celebraba en días distintos. Aznar, acusado de todas las maldades imaginables, desde provocar los atentados con su apoyo a la guerra en Iraq a haber mentido al informar sobre ellos, pasando por no haberlos previsto, tenía que atacar desde el primer momento para salvar su vida y honra políticas. De ahí que llegase con todo tipo de datos, fechas, detalles, y estuviera minucioso hasta la exageración. A Zapatero, en cambio, desde la comodidad de haberse alzado con la victoria, le bastaba con demostrar que la había obtenido honorablemente, por lo que su defensa podía ser mucho más distendida y genérica. Fue lo que hizo y nadie puede reprocharle que lo hiciera. Era su derecho e incluso su deber. En el camino, sin embargo, dejó unos cuantos huecos que no pueden pasarse por alto. En primer lugar, si ya en la tarde del 11-M tenía la convicción interna de que el atentado era obra del terrorismo islámico, ¿por qué se mantuvo callado mientras el Gobierno insistía en su tesis de que todos los indicios apuntaban a ETA? ¿Por qué se unió al día siguiente a una manifestación con claro signo antietarra? ¿Por qué no se lo dijo a Aznar cuando habló con él? ¿Por qué no se lo dijo al pueblo español, primer afectado de la tragedia? ¿Por miedo a estar equivocado? ¿Por solidaridad con el Gobierno? Ninguna de esas explicaciones justifica su silencio en asunto tan trascendental en horas tan críticas. Los hombres de Estado se miden en momentos como éstos y, una de dos, o José Luis Rodríguez Zapatero no dio la talla al evitar sincerarse con los españoles en aquellos días trágicos o lo que ahora nos cuenta de ellos no es totalmente cierto. La verdad, como tantas veces, puede hallarse en el punto medio, teniendo algo de ambas cosas.

En otra, sin embargo, hay que darle toda la razón. El gobierno Aznar no supo ver la amenaza que representaba el terrorismo islámico ni siquiera cuando le estalló debajo del asiento, tan obsesionado estaba con ETA. Pero en eso no hacía sino compartir la actitud de todos los españoles, incluida la oposición, que se permitió chanzas al respecto. No justifica esto la imprevisión gubernamental, ya que un gobierno tiene la obligación de prever incluso lo imprevisible. Pero resta autoridad a las críticas de quienes hoy se indignan por la dejación del Gobierno y ayer le acusaban de usar la detención de islamistas para fines propagandísticos. Que lo haga Llamazares, que vive políticamente a salto de mata, no extraña. Que lo haga el actual presidente del Gobierno muestra su escaso fundamento.

Confío en que los lectores no esperen de este análisis rápido de ambas intervenciones un juicio sobre quién ganó y quién perdió. Sería una pérdida de tiempo. Cada bando va a declarar ganador a su contendiente. Uno y otro nos contaron su película de lo ocurrido y mantuvieron sus posiciones sin apartarse lo más mínimo del papel que se habían y les habían marcado. Aznar atacando, Zapatero defendiendo. El plato fuerte de esta defensa era negar que el PSOE hubiera tenido arte ni parte en las manifestaciones ante las sedes del PP en vísperas electorales. Ante las reiteradas preguntas de Zaplana, Zapatero lo negó rotundamente, como era previsible. Ahora bien, puede que se excediera en su defensa. Si nada tuvo que ver con esas manifestaciones, ¿por qué no quiso condenarlas? ¿Por qué ni siquiera admitió que contradijesen el espíritu y la letra de la calma y reflexión que deben reinar el día antes de unas elecciones? ¿Por qué atribuirlo todo a la «indignación popular» contra el Gobierno del PP, por su apoyo a la guerra de Iraq y su política informativa tras los atentados? No sé si se daba cuenta, pero de haber sido así, Rodríguez Zapatero confirmaba ante la Comisión del 11-M y ante todos los españoles lo que muchos sospechan y él viene rechazando con ardor desde que alcanzó la Presidencia. Si, como nos dijo ayer, lo ocurrido en aquellas fechas trágicas fue producto de la indignación popular, él fue elegido gracias y exclusivamente a los atentados y a la forma como fueron presentados a la opinión pública. Él es, a la postre, un presidente de rebote, que debe su cargo a las bombas terroristas y a Ángel Acebes. En lo que, dicho sea de paso, puede tener bastante razón, mucho les pese a unos y a otros. El problema a estas alturas, sin embargo, no es ése. El problema es qué hacemos los españoles con un presidente de rebote, con alguien cuya labor de gobierno se limita a hacer lo que hacía Aznar sólo que al revés. Incluso en las comparecencias parlamentarias.

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