De la angustia cívica al pacto político

La sociedad española empieza a sentirse seriamente angustiada. Así lo declara, según el sondeo publicado hoy en estas mismas páginas, el 61% de los españoles. Nuestra ciudadanía necesita con urgencia un liderazgo claro que le alivie la sensación de desamparo institucional que ahora le embarga. Y también un liderazgo compartido, que no es en definitiva sino una forma elíptica de designar el consenso. Ocurre que hemos perdido el hábito de la transacción y el pacto, y los españoles lo lamentan y añoran en las graves circunstancias actuales. Con el cambio generacional que personificaron José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, el consenso pasó de ser una virtud democrática a una práctica desechada, de constituir un gesto de fortaleza moral a una muestra de debilidad ideológica, siendo reemplazado por un sucedáneo de pactos oportunistas para superar determinados trances parlamentarios. Grave error, en el que por desgracia seguimos, solo que en una situación cada vez peor que hace que el mantenimiento de ese estilo de hacer política empiece a llevarnos a un callejón sin salida.

Imaginemos una situación límite: por ejemplo, un avión con una importante avería en pleno vuelo. ¿Qué puede sentir el pasaje si ve al piloto y al copiloto enzarzarse ante ellos en descalificaciones mutuas, responsabilizando cada uno al otro de la inminente catástrofe en vez de buscar, juntos, formas de evitarla? Sin duda algo parecido a lo que pudo experimentar nuestra ciudadanía en el reciente y crucial (queremos decir: el que debía haber sido crucial) debate sobre los presupuestos del Estado, que derivó en un banal intercambio de reproches entre Gobierno y oposición al más infantil estilo de “y tú más” mientras nuestro avión colectivo seguía, y sigue, dando la impresión de poder caer en cualquier momento. ¿Cómo no va así a estar angustiada la ciudadanía que en él viaja?

En momentos críticos como el actual, el enfrentamiento irreductible y sordo entre los llamados a liderar no tiene más efecto que el de crispar y desconcertar a quienes les eligieron con su voto, generalizando un estado de desconfianza que viene a agravar la ya pésima situación en la que nos encontramos.

¿Cómo atajar esta peligrosa deriva? No resulta fácil porque lo cierto es que nuestro sistema político es hoy mucho más débil de lo que era antes de las elecciones, en contra de la aparente sensación de fortaleza que pueda transmitir la existencia de una mayoría absoluta del PP en el Parlamento y de su control de una gran parte de las Autonomías y de los principales Ayuntamientos de España. Cierto que la abrumadora victoria electoral del PP proporcionó inicialmente una sensación de alivio que, por desgracia, no ha durado mucho. Apenas cuatro meses después de su constitución, el Gobierno presidido por Mariano Rajoy empieza a ser cuestionado por un número creciente de ciudadanos, si bien —y a diferencia de lo que aconteció a Rodríguez Zapatero durante los últimos meses de su presidencia— mantiene, al menos por el momento, sustancialmente incólume el apoyo de sus propios votantes. A este acelerado desgaste del capital político que le otorgó su triunfo electoral contribuyen dos factores: por un lado, haber querido asumir en solitario el inevitable desgaste de la política de ajustes que se precisaba; por otro, no haberse preparado adecuadamente para asumir el Gobierno creando, con antelación y sin improvisaciones de última hora, los equipos ministeriales y los correspondientes programas de actuación (algo sin duda sorprendente dado que, al menos desde mayo de 2011, su claro triunfo electoral en las elecciones generales se daba por descontado). Y cabría añadir un tercer factor: una política de comunicación que resulta cuestionable. El PP había obtenido un inmenso rédito electoral de sus propios silencios frente a los clamorosos errores del Gobierno de Zapatero, pero no parece haber entendido que lo que entonces fue útil, hoy se le puede volver gravemente en contra. Tan peligroso es quemarse por excesiva e inadecuada exposición mediática como devenir lejana esfinge con insuficiente presencia pública.

Durante su primer mandato, cuando el país estaba todavía bajo los demoledores efectos de la crisis de 1929, Franklin D. Roosevelt recurrió a periódicas charlas radiofónicas para, en estilo coloquial, explicar a sus conciudadanos la situación y tratar de confortar el decaído ánimo ciudadano. Los tiempos han cambiado mucho y, por desgracia, no abundan los Franklin D. Roosevelt. Esta alusión al hoy ya mítico presidente solo sirve para ejemplificar qué es y cómo debe ser ejercido el liderazgo en tiempos de crisis: con cercanía y claridad. Y, en nuestro concreto caso, vista nuestra historia del siglo XX, además con espíritu de concordia y entendimiento.

Pero para ello, claro está, es preciso que lo deseen las dos partes. Y el problema es que, en el momento actual, el PSOE padece una situación interna extremadamente compleja, con unas bases fuertemente desmoralizadas, sin poder territorial alguno (salvo el que ha de compartir con IU en Andalucía) y sin un liderazgo tan consolidado como sería deseable. El Gobierno, aunque quisiera —como parece imprescindible— retomar la senda de los grandes pactos y acuerdos, podría no tener enfrente una alternativa capaz de servirle, a la vez, de contrapunto o —llegado el caso— de circunstancial pero leal aliado. Rajoy, con su modo de actuar firme, pero suave y sin estridencias, ha dado sobradas muestras de independencia respecto de esa parte de su entorno (partidista y mediático) propenso a la intemperancia y al “a por ellos” arrasador y no debería, por tanto, tener mayor dificultad en retomar el hilo roto del pacto y la transacción. En cuanto a Pérez Rubalcaba, parece obvio que su experiencia política no puede sino entroncar directamente con el espíritu de una Transición que vivió en primera fila.

En última instancia, cabría pensar, como tantas otras veces en el pasado, en la intervención de la Corona para propiciar entendimientos y limar asperezas, por más que, para complicar aún más las cosas, esta no atraviese ahora su mejor momento en cuanto a crédito social. Lo que parece claro es que el PP no puede fracasar en su gestión, porque si eso ocurre y el avión colectivo se cae, sucumbiríamos todos, sus votantes y los demás, los que viajen en su misma zona ideológica y los que lo hacen en la otra.

La coyuntura es de tal gravedad que resulta imperativo recuperar ya, sin dilación, el consenso, como si de una segunda Transición se tratase. El ejemplo que hasta ahora había constituido el Gobierno vasco vino a probar que esto es tan posible como deseable. Pocas veces ha habido tanto en juego en tan pocas manos: salir de la mayor crisis económica conocida en generaciones; evitar la desvertebración del Estado que, de forma oportunista, se trata de plantear aprovechando sus actuales debilidades; llevar a puerto definitivo el “proceso de paz” en el País Vasco; y reformar el sistema político para que lo que se restauró en 1977 pueda ser instrumento de futuro y no un nuevo fracaso histórico de consecuencias imprevisibles. La entidad de esta ingente tarea política demanda unos gobernantes y una oposición que sean capaces de afrontar la situación con la altura de los grandes estadistas. Y este es el reto —lo hayan deseado o no— con el que se encuentran Rajoy y Rubalcaba. Si no son capaces de entender lo que la angustiada ciudadanía les demanda y si no tienen la fortaleza moral y la inteligencia práctica requeridas para poder pactar, es muy posible que tengamos que asistir al desmoronamiento de la España de libertad, bienestar económico, convivencia entre sus distintos territorios y prestigio internacional que con tanto esfuerzo hemos edificado a lo largo del último medio siglo.

Gregorio Marañón y Bertán de Lis es miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. José Juan Toharia es presidente de Metroscopia.

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