De la apatía a la transformación

¿De verdad puede decirse que 2013 equivale a 1789, como afirma el diario francés Le Point?¿O se trata de atraer la atención pública con una metáfora revolucionaria intencionadamente equívoca?

Vivimos en “tiempos revolucionarios”, aunque sin revolución y sin sujeto revolucionario. Aquello que en otro momento se llamó con la mejor conciencia “revolución” ha entrado a formar parte del estado de cosas, por así decirlo. La decadencia del lenguaje, de las coordenadas políticas y de los conceptos clave lo evidencian de forma meridiana. Tómese el ejemplo que se quiera; el nacionalismo, que en el mundo interdependiente no hace más que agravar todos los problemas; la distinción entre nacionales y extranjeros; la delimitación entre naturaleza y sociedad; la familia; el centro y la periferia; la Unión Europea… en todas partes encontramos fórmulas lingüísticas vacías de sentido, coordinadas rotas, instituciones hueras.

El prefijo “pos” es la palabra clave de nuestra época: posmodernidad, posdemocracia, constelación posnacional. “Pos” es el bastón de ciego de los intelectuales: la pequeña palabra para el gran desconcierto que lo preside todo. Y el fantasma de la “pos-gran-nación” recorre Francia y Europa. La narración del papel especial de Francia en Europa y en el mundo pierde su sentido histórico. Hacia dentro, el orgullo de Francia se basaba en el “modelo social” de un Estado centralista fuerte. La industria de la energía nuclear, organizada y controlada por el Estado, fungía como museo del futuro en el que podían admirarse los logros civilizatorios del Estado moderno. En el terreno de la política exterior, el poder global de Francia se asentaba en la posición excepcional del país en la Unión Europea y en el motor franco-alemán de la europeización. La capacidad de convicción de estos tres proyectos se desvanece. El modelo social se erosiona porque el régimen neoliberal del mercado mundial lo domina todo. La catástrofe de Fukushima ha quebrado el orgullo nuclear de los franceses. Y ni siquiera hace falta volver a repetirlo: la UE se encuentra en una crisis profunda. Más aún: la idea de que los asuntos europeos pueden ser arreglados en una alianza con Alemania dominada por Francia no solo es minada por la mala ejecutoria económica de Francia, sino sobre todo por el hecho, que ya no es posible ocultar, de que la política se diseña en Berlín y Merkiavelli lleva la voz cantante en Europa, aunque se niegue a adoptar la responsabilidad por el bien común europeo.

No cabe duda de que el primer año del presidente francés, François Hollande, ha sido decepcionante. Si se propuso rechazar la histérica política de austeridad y hacer pasar por caja a los ricos, ha fracasado en ambas cosas, al menos de momento. El Gobierno se apresta a emprender drásticos recortes presupuestarios. Y el impuesto a los ricos se ha convertido en una farsa después de que los tribunales lo rechazaran y el caso Cahuzac transmitiera un mensaje devastador sobre la doble moral de los gobernantes.

En cualquier caso, parece de todo punto exagerado e inadecuado el afán de los comentaristas —que se alimenta de una mezcla de desconcierto y desesperación— por decapitar a François Hollande en la guillotina de la letra impresa. Gideon Rachman compara la situación de Francia con la de Reino Unido e Italia y llega a la conclusión de que las cosas no van tan mal en Francia. El déficit presupuestario francés de este año ascenderá al 3,7%, frente al 7,4% de Reino Unido. La deuda pública de Francia supera en este momento el 90% del PIB, pero la de Italia sobrepasa el 125%. La tasa de paro ha alcanzado un doloroso 10,6%, pero en España se sitúa ahora en un 27% absolutamente insoportable. A diferencia de España e Italia, los franceses aún pueden adquirir créditos a buen precio en los mercados. Y la economía francesa sigue siendo la quinta del mundo.

Si la suma de los riesgos globales conmociona un país, se abren tres posibilidades de reacción: retirada, apatía o transformación. La primera —la retirada— es característica de la alianza entre la cultura moderna y el nacionalismo. Se niegan los riesgos, lo que nos deja ante la paradoja de que el nacionalismo se haya convertido en el enemigo de las naciones europeas, puesto que no hace sino agudizar todos los problemas a los que se enfrentan las naciones y Europa.

La segunda reacción —apatía— es el nihilismo posmoderno, que en todos los países tiene raíces más profundas que el desencanto con la política presente, a pesar de que, a ojos de muchos ciudadanos, las élites políticas de Europa han malbaratado de forma aterradora toda su credibilidad.

La clave de la tercera respuesta, la transformación, hay que encontrarla en el futuro de Europa, y no en la tentación de buscar refugio en los grandiosos y turbulentos pasados nacionales. Necesitamos un debate de ámbito europeo sobre cuestiones como estas: ¿Cuál es el sentido y el objetivo de la UE? ¿Puede decirse siquiera que la UE tenga algún sentido? ¿Por qué Europa? ¿Por qué no el mundo entero? ¿Por qué no han de lograrlo en solitario Francia o Alemania, Italia, España, Grecia, etcétera? Para incitar a este debate, urgentemente necesario, querría bosquejar someramente cuatro respuestas parciales.

El primer sentido y objetivo de la UE, que vuelve ahora a cobrar importancia, estriba en la experiencia de que hubo enemigos que se transformaron en vecinos. No siempre en buenos vecinos, sino en vecinos que discutían, se ignoraban o alentaban los estereotipos, pero que a pesar de todo ya no eran la imagen del enemigo. En el contexto de la violenta historia de Europa, esto equivale a un milagro. Hay que tener buen cuidado de que la ortodoxia de la política de austeridad alemana que se impone a Europa y los reflejos antialemanes no se retroalimenten constantemente. Eso podría terminar por volver a convertir en enemigos a los vecinos.

El segundo sentido y objetivo de Europa puede desarrollarse como respuesta a la globalización. Europa es una póliza de seguro frente al riesgo de que las naciones europeas caigan en el agujero negro de la insignificancia. Esas naciones solo pueden conquistar su futuro dentro de la UE, nunca en contra de ella.

El tercer sentido y objetivo de Europa puede resumirse en esta fórmula: el futuro de Europa se halla en la respuesta a los riesgos globales. El modelo de modernidad basado en las naciones Estado y el capitalismo industrial que Europa y Occidente han descargado sobre el mundo ha demostrado ser defectuoso, incluso autodestructivo. Europa debe llamar a revisión su modelo de modernidad autodestructiva y enviarlo al taller de reparación.

Mi cuarta respuesta a la pregunta por el sentido y el objetivo de Europa es que no solo debemos reflexionar sobre la visión de un futuro europeo distinto, sino también sobre la visión de una “nación distinta”. ¿Cómo podemos liberar del horizonte del siglo XIX la percepción que la grande nation tiene de sí misma y abrirla al mundo cosmopolita del siglo XXI? También tenemos que distinguir claramente entre un fundamentalismo nacional antipatriótico que busca refugio en la nostalgia y se cierra frente a Europa y el mundo, y un nacionalismo cosmopolita que redefine, con una orientación abierta al mundo, sus intereses nacionales en una alianza cooperativa con el resto de los países europeos.

Supongamos que en Reino Unido logran imponerse los euroescépticos y el país se retira de la UE. ¿Tendrían por ello los británicos un sentido más claro de su identidad? ¿Gozarían de más soberanía para decidir sobre sus propios asuntos? ¡No! Incluso es bastante seguro que escoceses y galeses se quedaran en la UE; la consecuencia sería la división de Reino Unido. Y Gran Bretaña —¡No, Inglaterra!— perdería un grado considerable de soberanía, si es que soberanía quiere decir el auténtico poder para influir en los asuntos propios y en las decisiones de los demás.

A mis ojos, la situación histórica es excepcionalmente clara: la Unión Europea está en la mejor situación de defender los intereses nacionales de lo que jamás estarían las naciones por sí solas. Y debe lucharse porque en Europa, y a favor de Europa, logre imponerse esta perspectiva.

Ulrich Beck es sociólogo y profesor de la London School of Economics y de la Universidad de Harvard. Su último libro publicado en España es Una Europa alemana, Paidós 2012. Traducción de Jesús Alborés Rey.

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