De la autonomía a la corresponsabilidad

Cada época, cada cultura, cada siglo, forjan palabras con las que proponen su proyecto. El siglo XVII tiene su expresión e interpretación en términos como naturaleza y razón, con formulaciones características como ley natural, derecho natural, religión natural, contrapuestas a otras como derecho positivo, religión positiva, propias de las instituciones y poderes establecidos. Como reacción el siglo XIX formulará sus ideales con términos como historia y libertad y el siglo XX con estas otras dos palabras: liberación y autonomía.

El concepto de autonomía formado por las dos palabras autos (mismo, sí mismo) y nomos (ley) es una categoría política central en Grecia a partir de la mitad del siglo V. Autonomía designaba el ideal de las ciudades-estado, en primer lugar Atenas, para determinar sus asuntos internos con independencia de cualquier otro poder. De la autonomía derivaban la independencia respecto de otras ciudades, la libertad para establecer sus leyes y el cumplimiento de sus obligaciones. Tucídides, refiriéndose a los ciudadanos de Delfos une estos tres términos ley propia (autónomos), tributación propia (autoteleis), justicia propia (autodikous).

El término referido a una persona lo encontramos por primera vez en la Antígona de Sófocles en boca del Coro, momentos antes de que Antígona lleve a cabo la decisión de enterrar a su hermano afrontando la muerte decidida por Creonte, que ella asume con libertad. «…No herida por destructora enfermedad ni rendida al golpe de la espada sino por tu propio querer (por decisión propia) y viva pasarás al Hades, la única entre los mortales» (Versos 820-825). Cicerón recoge sin traducir el término griego refiriéndolo a las ciudades que gozan de leyes y tribunales propios, sin estar sometidas a la tributación a otras (Epis ad Atticum VI,2)

El término «autonomía» pasa a primer plano de la conciencia europea con la Ilustración que se propone hacer del hombre protagonista de su destino, no solo del personal y privado sino también del social y público. Si tuviéramos que elegir un autor a quien considerar supremo defensor e intérprete máximo este sería Kant. El texto en que la idea se expresa con el máximo vigor es la respuesta que él da la pregunta hecha en Berlín (5 diciembre 1783) invitando a profesores y sabios a responderla: ¿Qué es la Ilustración? «Sapere aude! Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento, he aquí el lema de la Ilustración». La causa de la que muchos hombres permanezcan en esa minoría de edad, que no permite a la persona lograr su real libertad son la pereza y la cobardía. Este el programa del hombre autónomo: libertad personal y ejercicio público de la razón. Autonomía y ciudadanía.

El término autonomía suscitó el gran entusiasmo, y su antónimo heteronomía el gran rechazo. Se consideraba indigna del hombre la dependencia de otros (ideas, personas, instituciones) sin ejercitar la propia libertad. Situados en este horizonte la religión, con sus dogmas, moral, instituciones, apareció como freno a la madurez del hombre, a la autorrealización desde sí mismo. Kant en su libro: «La religión dentro de los límites de la mera razón», rechaza una religión sólo positiva, estatutaria, legal. Para Kant el corazón de la religión es la moral, y consiste en «el conocimiento de todos nuestros deberes como mandamientos divinos». A Kant no le preocupa más saber qué hace Dios con el hombre sino solo lo que el hombre tiene que hacer para hacerse digno de la bienaventuranza.

Con el dictamen de la mera razón la religión y la iglesia con su moral caen bajo el cedazo de la razón y la sospecha de la heteronomía, y con ello como enemigas de la autonomía, de la Ilustración, de la libertad. Con razón se dice que el hombre tiene que ser fiel a sí mismo, a lo que es, a lo que puede llegar a ser. Nacemos bajo las situaciones, leyes y propuestas de los otros: la autonomía no es un hecho de naturaleza sino una conquista de la libertad. Ahora bien esta sospecha contra ella depende de cómo se responda a las cuestiones siguientes: ¿Existe Dios y qué Dios existe? ¿Es externo o interno al hombre? ¿Ajeno o entrañado a su ser? ¿Negador o propulsor de su libertad?. La relación de Dios con el hombre, ¿es la del esclavo con su señor o la del padre con el hijo? En la comprensión cristiana Dios crea al hombre por amor; es su amigo y compañero de destino, creado a su imagen para que llegue a ser semejante a él. «Dios hizo al hombre y le dejó en manos de su propio albedrío» (ccli 15,14). «Amas todo lo que has creado porque si no lo hubieras querido (decidido y amado) no lo hubieras creado» (Sabiduría 11,23-26). Dios es así el origen y la fuente permanente de nuestra libertad; más interior a nosotros que nosotros mismos.

El drama de la conciencia moderna se inicia con Ockam y el nominalismo. Para ellos Dios es ante todo voluntad, poder, autor de decisiones cuya racionalidad no podemos descubrir. En cambio Santo Tomás considera libre a quien elige obedecer por razones objetivas y no por leyes externas. «Por tanto aquel que no evita los males porque son males sino por razón del mandato divino ese no es libre, en cambio quien evita los males porque son males ese es libre» (In II Cor III, 18, Nº 112).

Porque Dios no es extraño a nuestro ser podemos oír su voz y seguirla como forma suprema de nuestra realidad personal, que se funda en él y hacia él nos encamina. La obediencia a Dios no es heteronomía sino afincamiento en el propio ser: somos lo que somos por participación en el ser propio Dios. El filósofo teólogo P.Tillich acuñó en 1931 el término «Teonomía», «teonomía participada». El hombre es autónomo no en la fascinación de su imaginación como absoluto sino en el reconocimiento de sus límites a la vez que de su necesidad y pasión de Infinito. Dios no es el enemigo del hombre sino aquel que él ha creado libre para existir erguido en el mundo, ser creador con él y participar de su divinidad. Solo desde esta comprensión de Dios es posible y gozosa la moral cristiana, lejos de toda heteronomía, pero realista con el ser y el límite, el pecado y la gloria del hombre.

La autonomía así entendida como afirmación de la dignidad y libertad de cada individuo es una conquista irrenunciable. Pero hay que ir más allá de ella para no sucumbir a un individualismo egoísta y feroz. El hombre es hombre en cuanto prójimo y hermano de sus semejantes. La projimidad es una categoría evangélica recuperada en el último siglo. Las filosofías del principio dialógico, autores como Levinas, y el personalismo comunitario nos han abierto los ojos para salir del «yo» y pensar una autonomía ordenada a responder al prójimo en su necesidad, a cargar con él y a corresponderle con una forma de vida en la que no sea tolerado o anulado sino reconocido e integrado.

Estas son primeras palabras de la Biblia: «Yahvé dijo a Caín: ¿Dónde está tu hermano Abel? Contestó: No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?» (Génesis 4,8). Esa es la gloria y exigencia de la autonomía que Dios confiere al hombre: velar por el otro que es su hermano. Dostojevski lleva a un extremo paradójico esta corresponsabilidad, con palabras que en el fondo son un retrato de Cristo, nuestra suprema expresión de humanidad: «No hay más que un medio de salvación: toma sobre ti los pecados de los hombres y hazte responsable de ellos» (Los hermanos Karamázov VI,III).

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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