De la belleza como paradigma cambiante

Hegel señaló que el dolor y la fealdad no pasaron a formar parte de las representaciones artísticas hasta el advenimiento del cristianismo porque «usted no puede usar las formas de la belleza griega para retratar a Cristo azotado, coronado con espinas... crucificado, en su agonía». Creo que el filósofo alemán estaba equivocado porque el mundo griego no fue solamente un lugar poblado con las Venus de mármol blanco: también fue el escenario del desuello del satiro Marsías por el dios Apolo, la angustia de Edipo por la violación del tabú y la letal pasión de Medea por el heroe Jasón. Además, la escultura y pintura cristianas abundan en rostros contorsionados por el dolor, aun cuando no se hayan aproximado al sadismo del actor y realizador australiano Mel Gibson en su película sobre la pasión de Jesús. De todos modos (pensando en particular en los maestros alemanes y flamencos), el mismo Hegel dijo que la deformidad triunfa cuando se muestra a los perseguidores de Cristo, el hijo de Dios.

Recientemente alguien me hizo notar que en una famosa pintura de El Bosco (ahora en la ciudad belga de Gante), entre otros horrendos torturadores hay una pareja que pondría verde de envidia a muchas estrellas del rock y a sus jóvenes seguidores: uno de los personajes muestra el mentón doblemente agujereado. El otro tiene su rostro perforado con variados objetos. Pero la cosa es que, al pintar estos dos seres, El Bosco quería crear un tipo de epifanía del mal (anticipando la afirmación lombrosiana de que quienes se hacen tatuajes o alteran sus propios cuerpos son criminales natos). Y aunque en la actualidad algunas personas pueden sentir repugnancia ante la vista de jóvenes con lenguas atravesadas por anillos, sería equivocado considerarlos genéticamente corrompidos.

Y si tomamos en cuenta que muchos de estos adolescentes se desvanecen al observar el buen aspecto «clásico» de estrellas del cine como George Clooney o Nicole Kidman, entonces se vuelve claro que se comportan exactamente como sus padres. Pues sus progenitores, si bien por un lado compran vehículos y equipos de televisión diseñados según los cánones de la divina proporción del Renacimiento, o se reúnen en la Galería de los Oficios para experimentar el síndrome de Stendhal, por el otro lado se deleitan con las películas splatter, llenas de sangre y de materia cerebral chorreando en las paredes, compran dinosaurios y otros monstruos para sus pequeños hijos, y van a admirar los happenings organizados por artistas que agujerean sus propias manos, atormentan sus extremidades o mutilan sus genitales.

No es que los padres y los hijos rechacen los vínculos con la belleza. Simplemente eligen lo que en siglos pasados habría sido considerado horrible. Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, cuando los miembros del movimiento futurista intentaron impactar a la burguesía proclamando «no le tengamos miedo a la fealdad en literatura».

El escritor italiano Aldo Palazzeschi (en Il controdolore, 1913) insinuó brindar a los niños un sano entrenamiento en fealdad. Entre sus propuestas figuraba hacerles regalos educativos de «muñecos jorobados, ciegos, cancerosos, cojos, tísicos, sifilíticos, que lloran mecánicamente, gritan o gimen cuando son atacados por la epilepsia, plaga, cólera, hemorragia, hemorroides, gonorrea, y locura, antes de desmayarse y morir con estertores».

El hecho simple es que, en la actualidad, y en ciertos casos, disfrutamos de la belleza (clásica), y podemos reconocer un niño atractivo, un paisaje agradable, o una bella estatua griega. En cambio, en otros casos, nos sentimos complacidos con lo que ayer era considerado intolerablemente feo.

Por cierto, la fealdad es en ocasiones elegida como el modelo de una nueva belleza. Es el caso de la filosofía cyborg o máquinas vivientes. Mientras que en las primeras novelas de Gibson (William Gibson esta vez, y queda claro que «nomina sunt nomina») un ser humano cuyos varios órganos eran reemplazados por aparatos mecánicos o electrónicos podía todavía representar una preocupante profecía, hoy en día algunas feministas radicales proponen superar las diferencias de género a través de la creación de cuerpos neutros, posorgánicos o «transhumanos». Por cierto, la socióloga californiana Donna Haraway ha lanzado el eslogan «prefiero ser un cyborg antes que una diosa».

Según algunos, esto significa que en el mundo posmoderno toda oposición entre la belleza y la fealdad se ha disuelto. Ni siquiera es una cuestión de repetir con las brujas de Macbeth, el drama de Shakespeare, «lo bueno es funesto, lo funesto es bueno». Los dos valores al parecer se han fusionado, perdiendo de este modo sus caracteres distintivos.

Pero, ¿es esto verdad? ¿Qué pasa si cierta conducta por parte de los jóvenes o de los artistas fuera solamente un fenómeno marginal, celebrado por una minoría de la población mundial? En la televisión vemos a niños muriendo de hambre reducidos a esqueletos con vientres hinchados, nos enteramos sobre las mujeres violadas por las tropas invasoras, o acerca de torturas. Y por el otro lado estamos expuestos a imágenes, de un pasado no muy distante, de otros esqueletos vivientes sentenciados a muerte en las cámaras de gas.

Hace apenas algunos años vimos cuerpos destrozados por la explosión de un rascacielos o un avión en vuelo, y vivimos con el terror de que mañana nos toque a nosotros. Todo el mundo sabe perfectamente bien que ese tipo de cosas son feas, y ningún saber sobre la relatividad de los valores estéticos puede persuadirnos que esas cosas son objetos de placer.

Así pues, tal vez cyborgs, películas de decapitados o de desastres, y Cosas que Vienen de Otro Mundo, sean expresiones superficiales, exhibidas por los medios de comunicación de masas. De esa manera, exorcizamos una fealdad mucho más profunda que nos asalta y asusta, algo que desesperadamente deseamos ignorar. Y de esa manera, podremos pretender que todo eso es una simple pretensión.

Umberto Eco, escritor. Autor de obras como El nombre de la rosa, El péndulo de Foucault y Baudolino.