De la borrachera sagrada al botellón

Dice la Mitología que fue en Egipto en donde, por primera vez, Baco enseñó a los hombres a cultivar la viña. A la función de matar la sed que desempeña la bebida hay que añadirle el significado sagrado que tenía la borrachera, porque fueron los dioses quienes dieron el alcohol a los hombres y ellos mismos se emborrachaban. La persona borracha deposita su voluntad en las manos divinas y encomienda a los dioses la tarea de decidir por ella.

En la Odisea y en la Ilíada se lee que mientras ofrecían hecatombes a los dioses, y en simposios, reuniones y festines, los griegos comían hasta la saciedad y bebían hasta la embriaguez. Las alusiones, más de 600, del vino en la Biblia aportan metáforas y proverbios que ilustran la trascendencia del vino en la cultura judaica.

Salvo casos de marginalidad, la gente se emborrachaba en ciertos momentos del ciclo vital de la persona tales como el nacimiento, matrimonio y muerte, llamados ritos de pasaje (aún en muchos lugares, los asistentes al velorio, toman grandes cantidades de alcohol); y en ciertos momentos del ciclo anual como son las grandes fiestas. No sólo estaba determinado el momento de emborrachase sino también el lugar. Las acciones humanas y las costumbres están pegadas a los topoi como si estuvieran bajo la tutela de algún genius loci.

La humanidad no soporta un tiempo vacío y espacios infinitos en los que los seres humanos se sientan como átomos. A través de las fiestas y celebraciones, los grupos controlan el tiempo y lo vuelven significativo. Los cambios ocurridos durante el siglo XX en la concepción del tiempo y del espacio, dos de los ejes fundamentales de toda cultura, debidos básicamente a las nuevas concepciones de la física y a las nuevas tecnologías, hicieron que los significados que dependían de aquélla hayan perdido vigencia. Aunque mucha gente sigue refugiándose en el tiempo repetitivo y cíclico al tener como únicos referentes temporales las vacaciones de verano, la programación de las cadenas de televisión y la liga de fútbol, el tiempo del reloj y de la fábrica es lineal como lo es, en realidad, el tiempo cristiano, que busca la perfección en el futuro.

En los últimos tiempos, las fiestas y los ritos de pasaje que habían caído en desuso, están retomando el protagonismo social que les es propio. Se han inventado fiestas, ritos tales como el bautismo y la comunión laicos que, al carecer de un tiempo y de un lugar significativos para los sujetos, no pasan de ser cascarones vacíos. Frente al todo vale de la posmodernidad, la juventud ha reemprendido la tarea del reencantamiento de la vida cotidiana con celebraciones nuevas en lugares intrascendentes hasta ahora.

El término rito designa las diversas acciones con que el hombre intenta entrar en contacto con la divinidad o, al menos, dar otra dimensión a su vida cotidiana. El rito, en sentido teológico, lleva consigo un sentido de trascendencia evidente y en el caso que nos ocupa sólo se puede hablar de trascendencia en el sentido metafórico. El ambiente es la argamasa que mantiene unidos a los miembros de la tribu. En la tribu, el individuo pierde la conciencia de su individualidad y se siente reunido, reconciliado, fundido con su prójimo. A veces, lo único en común entre todos los asistentes al botellón es estar presentes, verse, sentirse, olerse y, muy frecuentemente, beber por la misma botella como los mendigos. Los grupos que, de ordinario, reciben el nombre de tribus urbanas, son grupos juveniles que explícita o implícitamente rechazan el orden social y sus viejos valores. Los jóvenes tratan de romper la incomunicación y el aislamiento, y reclaman libertad contra regulación. El botellón es un paraíso artificial de sociabilidad y comunicación pero paraíso, al fin y al cabo; una ventana abierta a un mundo multicolor y fantástico diferente del mundo monocorde de todos los días; un intento de sentir el éxtasis de lo infinito en un instante sagrado de liberación. El botellón trata, de manera acertada o no, de crear nuevos espacios y momentos significativos.

La fiesta, en ocasiones, llegaba hasta la borrachera; ahora, la borrachera, a veces, crea la fiesta. La fiesta responde a una necesidad humana pero la fiesta tradicional no satisface las necesidades festivas de los jóvenes. La crisis de la fiesta es una muestra más de la crisis de las instituciones que hasta ahora funcionaban: la Iglesia, los partidos políticos, la universidad, la escuela, la familia, y de la crisis de la escala de valores. El botellón es, por lo menos, un intento de los jóvenes de crear tiempos y espacios de sociabilidad y de llenar vacíos; un intento que, a veces, termina como el rosario de aurora. No está en crisis la función de las instituciones sino la manera de realizar su función cada una de las instituciones.

Manuel Mandianes es escritor y antropólogo del CSIC. Es autor del blog Diario nihilista