De la catáfora al insulto

El pasado mes de junio, en las pruebas de selectividad para acceder a la Universidad, les preguntaron a los bachilleres qué era una catáfora, y hubo estupefacción, rebeldía, y un sector que, como en la Edad Media, exclamó eso de «¡blasfemia!». ¿A qué mente perversa se le habría ocurrido preguntar por semejante cuestión?

A mí no me extrañó demasiado el alboroto, porque hace casi dos años, en una Facultad de Ciencias de la Información, hablé sobre las relaciones entre periodismo y política, y traje a colación el discurso de Adolfo Suárez, «Puedo prometer y prometo», redactado por Fernando Ónega y Pedro Rodríguez, elogiando que había sido la anáfora más bella y mejor empleada de la Transición. Sospechando que podría no haberme explicado bien, pregunté quién sabía lo que era la anáfora, y me respondió el silencio, muy respetuoso con la ignorancia de mis oyentes.

La obsesión por la funcionalidad y el pragmatismo han enarbolado un banderín de enganche donde materias como la Literatura o la Retórica no es que parezcan subalternas, es que aparecen como perfectamente prescindibles, y no quiero referirme al Latín y el Griego, esas rarezas de la Antigüedad. Mi hijo Tíndaro se formó como ingeniero en la Politécnica de Madrid, y siempre le avisé de que, por muchos argumentos empíricos que poseyera, y abundancia de conocimientos técnicos, llegaría un momento en que ante un grupo, formado por sus superiores o por quienes tenían que poner en marcha sus propuestas, tendría que echar mano del lenguaje para seducir a sus oyentes y que aceptaran e hicieran como suyas las propuestas que hubiera expuesto. Creo que algo de caso me hizo, porque escribe con donosura y, sobre todo, con una concepción surrealista que envidio. Como padre, claro, pero la envidio.

Temo ser cansino, pero la Humanidad sesteó durante cientos de miles de años, sin avanzar apenas, hasta que descubrió que las cosas, las ideas y los sentimientos podían escribirse. A partir de ahí, en apenas seis mil años, pasamos de las pirámides a los viajes espaciales, pero ahora vamos camino de un proceso de involución, donde la ratificación de la comida en un restaurante, es decir, «la comida del restaurante ha sido confirmada a las 14.30 horas. Besos», se traduce en un sms con el siguiente contenido: «Rstnte O.K. 14.30. Bs».

Me produce una gran pereza pinchar el concepto de discurso en wikipedia, pero creo recordar que había, entre otras, tres partes fundamentales: el exordio, la narración y la peroración. En esta última te la jugabas, porque debías convencer al auditorio. Ahora me imagino que este invento de los griegos de hace casi 2.600 años le debe de parecer una antigualla al joven que, acodado en la barra de la discoteca, dice eso de «Yo, Tarzán. Tú, Chita». O, lo que es lo mismo, «Yo, Toni. Tú, Leti».

Creo que llegará un instante en que, como en el entierro de la sardina, enterraremos al subjuntivo, pero antes de que ello llegue, y seamos fusilados al amanecer los carcas que lo empleamos, permítaseme la advertencia de que sin lenguaje no hay pensamiento, aunque admita que incluir el exordio y la peroración en un whatsapp es como intentar introducir la lírica en un programa de sucesos de televisión.

No hace mucho, en un periódico digital, se daba la noticia de que Fernando Sánchez Dragó iba a hacer un programa de televisión, y el ignorante redactor de la noticia añadía que volvía la «caspa» a la televisión. Soy amigo de Fernando, pero denominar «casposo» a un tipo, hijo de un republicano que asesinaron en Burgos, que pasó por la cárcel y sufrió siete años de exilio por pertenecer al Partido Comunista de España; que, en aras de su libertad, se descolgó del marxismo y navega por la anarquía intelectual; que ha escrito casi cuatro decenas de libros entre narrativa y ensayo, y que durante un cuarto de siglo, en la televisión, ha instado a que los empadronados leyeran libros, denominarle «casposo» es una de las tonterías contemporáneas más brillantes que puedo recordar, precisamente ahora, donde los currículos de concejales y alcaldes de nuevo cuño pueden ocupar casi línea y media, y eso exagerando y con un optimismo infantil.

Hace unos años, almorzando con Matías Prats Cañete (padre de Matías) y una tercera persona, nos contaba esta que, en un Ateneo de provincias, en el año 76, un señor sentado en la primera fila, nada más comenzar a hablar el conferenciante, le interrumpió para saber cuándo tendría lugar la controversia. El presidente del Ateneo, que presidía también el acto, le indicó que el coloquio tendría lugar al final de la conferencia. Como el disertante se alargaba, el señor volvió a interrumpir para conocer el inicio de la «controversia». Volvió a informarle el presidente de que al término de la conferencia, y continuó el orador. Al final, el presidente se dirigió al impaciente oyente y le explicó que se iniciaba el coloquio, y que le concedía la palabra. «¿Ya ha comenzado la controversia?», quiso asegurarse el rebelde. Y cuando le indicaron que sí, que empezaba el coloquio, dijo alto y claro, dirigiéndose al conferenciante: «Me cago en su padre». Se levantó, y se marchó.

Creo que hemos llegado ya, o estamos a punto de llegar, a la controversia, en su término más corrupto, y que la ausencia de argumentario y la orfandad de ideas se resuelven con el insulto. El insulto posee la enorme ventaja de que evita «la perniciosa manía de pensar». Cualquiera sirve para insultar como cualquiera sirve para enterrar a los muertos, ya lo decía León Felipe. En la España de la posguerra oí de niño referirse a un hombre como «un jodido rojo». Era el lenguaje de los vencedores salvajes e incultos. Hoy, en esos movimientos pendulares que tanto florecen en España, los salvajes de izquierda, cuando alguien no está de acuerdo con sus propuestas, le llaman fascista. Y no hay que pensar. Ni leer. Basta con la convicción maniquea y destructiva de que los que no piensen como yo deben ser eliminados. Primero, socialmente. Luego, ya veremos si construimos las condiciones objetivas para una eliminación más eficaz y contundente.

Hay que reconocer que hemos dado un gran salto. Hace 2.300 años Demóstenes alcanzaba las cumbres de la Retórica, así lo reconocieron tanto sus coetáneos como las personas que estudiaron sus discursos después de fallecido. Hoy hemos simplificado mucho, y basta que un señor se levante y se cague en el padre del conferenciante para alcanzar las cumbres de la Retórica. Nos ha costado bastantes años, pero de la catáfora hemos llegado al insulto, que se puede ejercer sin necesidad de engorrosos estudios.

Luis del Val, escritor.

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