Existe una casi universal tendencia a sospechar de la buena fe de aquellos que sostienen opiniones diferentes a las nuestras. Sin embargo, la democracia parlamentaria -o sea, la democracia- otorga el poder legislativo a un organismo en el que se encuentran obligados a apalabrar leyes y gobiernos ciudadanos y ciudadanas de diferentes y contrapuestas ideologías, con concepciones metafísicas y lealtades partidarias confrontadas, con dispares horizontes existenciales.
La democracia liberal no es solo un modelo institucional entre otros, es muchísimo más que eso: es una profunda innovación antropológica. Lo apabullantemente universal y constante en los grupos humanos en nuestros 5.000 años de registro histórico ha sido precisamente el 'unanimismo', o sea, absolutismo religioso, y el totalitarismo ideológico. Ha prevalecido entre nosotros el miedo a cualquier diferencia, ya fuera natural o cultural y no digamos el profundo temor y la desconfianza que nos provocan las diferencias estéticas, filosóficas o religiosas.
Siempre o casi siempre ha prevalecido en nuestra historia el gusto por la unanimidad total, o sea, el disgusto y el temor ante la diferencia, por eso la palabra misma del 'nosotros' tiene su raíz en la negación de los otros: 'no-otros', 'o con nosotros o con los otros'.
La sociabilidad liberal que comenzó a construirse en el marco de la monarquía parlamentaria, en Inglaterra, a principios del siglo XVIII tiene una fórmula de entendimiento patentada por su origen y su historia que nunca he visto escrita pero que me atrevo a formular así: «Cuando en una situación de confrontación el plano de comprensión en el que se plantea el conflicto hace imposible el entendimiento, cabe superar la situación y avanzar, ordenando una aceptación de ciertos desacuerdos cuando estos se producen dentro de una concordia constituyente que nos permita gestionar los conflictos inevitables de una sociedad libre de una manera no destructiva». El talante democrático de una posición ideológica se define sobre todo por la deportividad con que encaja la crítica y por el respeto que presta, no a las ideas adversas, sino a los derechos personales y morales de sus adversarios.
Fue en el inicio del siglo XVI, el Segundo Renacimiento, cuando se produce un cambio trascendental en la historia de Europa: la Reforma protestante (1517) que reclamó los derechos de la conciencia subjetiva frente a la sumisión tradicional a la autoridad y a la costumbre. Se alteró el equilibrio de poderes en Europa, se suscitaron las sangrientas guerras de religión, que de una manera o de otra se mantuvieron activas durante más de cien años, lo que transformó el mapa político y el modo de vida de Europa occidental.
La Reforma estableció el derecho a la libre interpretación de la Biblia, reivindicando, quizá sin ser plenamente consciente de ello, el derecho a la hermenéutica personal de lo que atañe a nuestra subjetividad, promovió su traducción a las lenguas modernas y la alfabetización universal para que todos pudieran acceder al libro sagrado. Las divisiones religiosas se hicieron violentamente políticas y abrieron un largo período de conflictos armados en Europa, las llamadas guerras de religión, convocadas paradójicamente en nombre del 'Dios que es Amor'.
Uno de los conflictos más largos y enconados fue la llamada Guerra de los Ochenta Años (1568-1648) que enfrentó por motivos políticos y, a la vez, religiosos a las Diecisiete Provincias de los Países Bajos contra nuestro Felipe II de España, enemigo declarado de la Reforma, lo que contribuyó a las sucesivas bancarrotas de la Corona española a lo largo de los siglos XVI y XVII, al hundimiento de la economía peninsular y finalmente a la separación de los Países Bajos en un norte protestante (Holanda) y un sur católico (Bélgica, Luxemburgo).
La Guerra de los Treinta Años (1618-1648), iniciada como una renovación de los enfrentamientos católico-protestantes del Sacro Imperio Romano Germánico, se amplió con la intervención de España, Francia y las monarquías escandinavas, convirtiéndose en una forma de guerra civil europea. Los Tratados de Westfalia, firmados en las localidades alemanas de Münster y Osnabrück, entre enero y octubre de 1648, pusieron fin a las guerras de los Treinta y de los Ochenta Años. La Paz de Westfalia y sus tratados supusieron un cambio de época que dio paso al nacimiento de la Europa moderna como un continente organizado en Estados-nación soberanos. Westfalia marcó el nacimiento del Estado-nación.
Las naciones-Estado del continente, escarmentadas de la multitud de guerras que las habían enfrentado desde 1568, vienen a reinventar con la entrada en vigor del Tratado de Maastricht -el 1de noviembre de 1993-, una nueva forma de 'concordia discordante', ahora entre las naciones-Estado que define una unión supranacional, basada en valores de paz, libertad, democracia y respeto a los derechos humanos: La Unión Europea. ¡Viva Europa!
Javier Otaola, abogado y escritor.