De la corrupción como metonimia

Todas las épocas históricas han conocido naciones que han ejercido primacía sobre otros pueblos y les han impuesto sus costumbres por la fuerza o como consecuencia de la irrefrenable tendencia humana a imitar al superior, y al mismo tiempo a odiarle.

Dicen algunos estudiosos del tema que la corrupción forma parte de nuestro legado romano, aunque pienso yo que con menor o mayor intensidad ha sido vicio presente en las demás culturas que han contribuido a configurar nuestro ser nacional. Es de hecho un mal que revela el acertado juicio del Eclesiastés sobre la constante repetición de las conductas humanas a lo largo de la historia: «Lo que fue, eso será. Y lo que se hizo, eso se hará. No hay nada nuevo bajo el sol. ¿Hay algo de lo que se pueda decir: mira, esto es nuevo? Ya existía en los siglos que nos precedieron».

De la corrupción como metonimiaLa corrupción se ha percibido siempre, sin excepción, como una de las peores perversiones sociales. Buena prueba de ello es que frente a la enunciación fría y precisa de los delitos en general (homicidio, hurto, etc.) la corrupción implica metáfora de la descomposición moral que se atribuye al corrupto y le añade un plus de ignominia y de indignidad al delito. La avaricia y el abuso de poder hacen de la corrupción un crimen de especial odiosidad, incluso en países que no destacan por el rigor en la práctica de las más elementales virtudes ciudadanas. Provoca una repulsa social igual o mayor que otros crímenes que son más crueles y dañosos.

En la Roma primitiva se persiguió duramente el delito de peculado, denominación con la que en los códigos penales hispanoamericanos se conoce aún la apropiación o malversación de los caudales públicos. Para perseguirlo se constituyó un tribunal permanente a modo de nuestra Audiencia Nacional, la questio perpetua de repetundis. Es famoso el proceso contra Cayo Verres, gobernador de Sicilia que había esquilmado prácticamente la isla. Los sicilianos eligieron como acusador a Cicerón, que se enfrentó a Hortensio, entonces el más prestigioso abogado de Roma que asumió la defensa de Verres. Los alegatos de Cicerón en el proceso, que concluyó con la condena de Verres, le consagraron definitivamente como el primer orador político y forense de Roma y le facilitaron su elección posterior al consulado. Harris lo novela en su Imperium. Por su parte, los gobernadores de Bitinia-Ponto, Julio Baso y Vareno Rufo, protagonizaron una suerte de «caso Palau» apropiándose de fondos destinados a la construcción del anfiteatro de Bitinia. En este caso la brillante defensa de Plinio el Joven logró su absolución.

Alguien podría pensar que nuestras modernas democracias han aportado como novedad la modalidad de corrupción política motivada por la necesidad de financiar las costosas maquinarias de los partidos que dan lugar a practicas de malversación y de cohecho. Pero tampoco en esto somos originales. Para las magistraturas romanas que eran objeto de elección popular, el dispendio en los procesos electorales obligaba a prestamos y donaciones que posteriormente se devolvían por medio del cohecho. Trajano se vio obligado a dictar leyes prohibiendo los gastos «escandalosos y deshonrosos» de los candidatos como medida preventiva de la corrupción posterior.

En España, la corrupción ha protagonizado casos famosos en cualquier época de nuestra historia: Duque de Lerma, Estraperlo, Matesa, Roldán, Gürtel, etc, etc. La exuberancia económica anterior a la ultima crisis, la burbuja inmobiliaria derivada de una legislación que favorece la arbitrariedad, y la necesidad de financiar costosas campañas electorales, han sido origen de los casos que hoy copan prensa, radio, televisión, Parlamento y tribunales. Como sucedió durante el gobierno de Felipe González, la corrupción es argumento casi único de oposición política; se destaca como noticia prioritaria día tras día; las conjeturas se convierten en indicios, los indicios en pruebas, y las condenas se dictan en los medios antes de los juicios y se hacen extensivas por simple afinidad política; casos de hace años que continúan su tramitación judicial se comentan todos los días como si fueran novedad de ayer.

En esta atmósfera no es de extrañar que en el Informe de Transparencia Internacional los españoles declaren a España a la cabeza de los países corruptos del mundo, lo que, para quien conozca algo el mundo, es sencillamente irreal.

De acuerdo con esta percepción, Roma no habría sido más que un imperio corrupto con el que se debería de haber acabado mucho antes, y punto. Pero ninguno de los grandes romanistas de la historia avalaría esta visión. Por todos ellos Ihering sienta así los tres pilares heredados del genio de Roma: La unidad del Estado romano en la plenitud de su poderío; luego la unidad de la Iglesia a la caída del Imperio; finalmente, la unidad del Derecho al ser adoptado el de Roma en la Edad Media.

No se trata de restar gravedad a la corrupción, pero es injusto vivirla como una nueva gripe española. Bien están las medidas para asegurar la transparencia de la vida publica, pero sin ignorar que en España funcionarios y políticos, en su inmensa mayoría, sirven honradamente a nuestro país, y que la corrupción se persigue como nunca. Hoy contamos con leyes, con jueces, fiscales y servicios policiales mejor especializados que nunca en todo tipo de crímenes económicos. Jamás ha habido mayor y más eficaz persecución judicial de la corrupción. Esto no sucede en los países endémicamente corrompidos de los que ciertamente no formamos parte.

Bajo los Gobiernos de UCD, PSOE y PP hemos sido capaces de asentar la democracia en una nación moderna con infraestructuras y servicios públicos envidiables y hemos superado una espantosa crisis económica. El desgaste del poder está en la esencia de la democracia representativa y es señal de vitalidad que surjan nuevos partidos y líderes. Pero considerar a cualquiera de los gobiernos de la democracia como metafísicamente corrupto es distorsionar la realidad.

La metonimia, tomar una parte por el todo puede valer como figura literaria. Pero la corrupción no puede usarse como metonimia en un juicio moral de España, ni del conjunto de nuestros políticos y servidores públicos, ni como único argumento de la acción política.

Daniel García-Pita Pemán, jurista.

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