De la “decadencia” occidental

La amenaza de la decadencia vuelve a planear sobre Occidente. Pese a que el tópico se repite secularmente, desde el ocaso de Roma hasta el estallido de las guerras mundiales, pasando por la acechanza oriental -el perpetuo “esperar a los bárbaros” del peligro amarrillo, turco o tártaro-, hoy no se trata, como tantas veces, de un simple espejismo. Ciertamente, la inmisericorde irrupción de la crisis ha venido a agudizar la conciencia de declive, pero no es menos cierto que tras ella nos encontramos con una postración de nuestro nervio ético que rebasa y antecede al puro enfriamiento financiero. No puede extrañar que haya cobrado actualidad el mítico colapso de los nativos de la Isla de Pascua, derivado de la explotación pueril de los recursos naturales. La obstinación fatua por construir los ciclópeos monolitos (moais) conectaría con la crisis de principios que vivimos, todavía mayor que la económica. Una agonía motivada sobre todo por la expansión de un engreimiento hedonista, que no solo explicaría la codicia de las élites sino el derrumbamiento del espíritu de tesón y competitividad que anida en toda sociedad humana. Por cierto, el mismo hedonismo en el que según el tan mentado Gibbon cayeron los romanos en la fase crepuscular del Imperio.

No faltan analistas contemporáneos que vienen advirtiendo desde hace años del desplome de los valores. Ya en 1992 el sociólogo Gilles Lipovetsky describió los síntomas de una sociedad postmoral que exige la satisfacción de sus derechos sin responsabilizarse de sus deberes y que renuncia -como si de un ideal retrógrado se tratase- a la austeridad y el sacrifico. Se trata de una cultura anestesiada, intolerante al riesgo y profundamente individualista bajo una faz social y de mística new age, que se refugia en religiones no punitivas (cuando no se deja seducir por el nihilismo) mientras espera que el Estado le resuelva la vida. Y que además ha encontrado su reflejo complacido en las industrias culturales: en ellas -de acuerdo con el certero diagnóstico de Vargas Llosa- prolifera el puro entretenimiento, la literatura light que apenas exige concentración, un cine facilón armado con efectos especiales y tramas planas y unas estruendosas manifestaciones musicales que rinden culto a la juventud, a los instintos y a la irracionalidad. Por no hablar del estado funeral del arte, fagocitado por una moda vulgar y cosmética que mueve millones e invade los museos contemporáneos, convirtiéndolos en espacios de consumo rápido, sin sustratos de continuidad que relacionen la antigüedad con el presente. Para ellos, parece ser igual una obra maestra que una Harley o un vestido de Valentino. Como si de un círculo vicioso se tratase, la estupidización estética y la banalización moral se retroalimentan, hipnotizando a una sociedad infantilizada cuya población adormecida envejece al galope y sus índices productivos se van al garete. Y donde, en el fondo, todo da igual porque, como en los trípticos de El Bosco, la única meta es disfrutar de placeres efímeros, rápidos y sin complicaciones.

Todo ello es muy cierto y peligroso pero, aunque la magnitud de las tendencias disolutas de nuestra “sociedad del espectáculo” es real, todavía hay margen para la recuperación. No debemos infravalorar la capacidad de adaptación que está exhibiendo una gran parte de la sociedad ante un cambio de época que, en otros tiempos, seguramente hubiese derivado en conflictos bélicos. Ni podemos olvidar cómo el norte de Europa se sometió hace poco con éxito al mismo régimen de frugalidad en el que los países del sur, tradicionalmente más disipados, estamos inmersos. Es más, ya afloran -es cierto que con lentitud- nuevos y atrevidos modelos de negocios y también de emprendimiento cultural, producto de la aplicación de la I+D al turismo o la gastronomía (como el próximo BulliLab). Los mismos Vargas Llosa o Lipovetsky no se cierran al optimismo, evocando la “pegada” de la fibra crítica occidental y reivindicando -según ha señalado con frecuencia el sociólogo parisino- el papel de la educación de calidad como soporte desde el que refundar los criterios estéticos y éticos de un capitalismo cultural que en sí no tiene nada de degenerado. La cuestión está en saber tomarnos el porvenir con la seriedad que se merece (“que la vida iba en serio”, como decía Gil de Biedma), inyectándole una prudente dosis de osadía, sin pérdida de la sonrisa y, por supuesto, de la sensatez.

Jesús Andreu es director de la Fundación Carolina.

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