De la democracia al discurso del espadón

«Señores: ¿cuál es el principio del señor Cortina? El principio, bien analizado su discurso, es el siguiente: la legalidad, todo por la legalidad, todo para la legalidad, siempre la legalidad, la legalidad en todas las circunstancias, la legalidad en todas las ocasiones. Y yo, señores, que creo que las leyes se han hecho para las sociedades, y no las sociedades para las leyes, digo: la sociedad, todo para la sociedad, todo por la sociedad, la sociedad siempre, la sociedad en todas las ocasiones, la sociedad en todas las circunstancias». Donde pone sociedad pongan pueblo. Inmediatamente pensarán que es un discurso de Puigdemont o de Junqueras en el Parlamento catalán, aunque enseguida les sorprenderá la brillantez de la pieza oratoria y la considerarán incompatible con la pedestre capacidad discursiva de los dirigentes independentistas que conocemos.

De la democracia al discurso del espadónAlguno pensará que es parte de una pieza parlamentaria del «jueves negro» en el Congreso de los Diputados. ¿Tal vez de Errejón ? ¿O fue Sicilia el autor de la intervención parlamentaria que inicia el artículo? Tampoco parece que estos estén a la altura que nos permite entrever este breve párrafo extraído de un discurso parlamentario. Pero, con oratoria chapucera, todos vinieron a decir lo mismo esa noche tabernaria más que parlamentaria: ninguna legislación, ningún tribunal puede impedir que el Congreso legisle. Compararon las resoluciones del Tribunal Constitucional con la histriónica asonada de Tejero, las puñetas de los jueces las convirtieron en tricornios y las resoluciones judiciales en munición contra la soberanía popular. Plantearon los diputados, como el autor con el que inicio este artículo, que el Congreso como expresión de la sociedad, del pueblo, no tiene límites en su actividad legislativa. La pieza, que a muchos ya no les intrigará, es del 4 de enero de 1849. El discurso es de Donoso Cortés. El título con el que se le conoce es: «Discurso sobre la dictadura».

Cortes, insigne personaje de nuestro siglo XIX -jurisconsulto, intelectual, parlamentario, diplomático y sobre todo intrigante palaciego a las órdenes de María Cristina primero e Isabel II después-, trascendió su tiempo y nuestras fronteras. A principios del siglo pasado fue fuente inspiradora de los falangistas españoles, y ahora es una muy apreciada referencia intelectual y política para las escuelas neoconservadoras estadounidenses, que le descubrieron de la mano de Carl Schmitt... ¡Sí!, el jurista que justificó, defendió y legitimó el Estado nacionalsocialista de Hitler. ¡Sí!, el que creía que la política nacía del conflicto entre el amigo y el enemigo, y que paradójicamente se convirtió en caudal inspirador de la izquierda postmarxista. ¡Sí!, el que bebe de Herder y de todos los románticos que reaccionan con miedo y nacionalismo a la acometida de la razón, que llegaba de la mano de la Ilustración.

Pero algunos avisamos de que esto podría ocurrir. Tiene sus causas y precedentes. No recuerdo quién dijo que antes de lograr la independencia de Cataluña los segregacionistas catalanes conseguirían la quiebra de la sociedad catalana. Cierto, como en otras ocasiones en el pasado, no tuvieron la fuerza ni la capacidad de sacrificio que requieren los actos germinales que desembocan en la creación de una nación. La quiebra de la sociedad catalana es una realidad incontestable por mucho que el oficialismo catalán mire para otro lado. Pero el personaje se olvidó de una capacidad, desgraciadamente demostrada en nuestra reciente historia, que no es otra que su fuerza para colapsar los sistemas políticos españoles. No han conseguido la independencia, pero su capacidad de contagio vuelve a ser letal para la política española.

La delicada salud de hierro de las democracias representativas se demostró en la última mitad del siglo XX, cuando se derrumbaron regímenes totalitarios aparentemente más sólidos que las democracias basadas en el reconocimiento de la pluralidad de los intereses de quienes las integran. Pero paradójicamente esa fuerza de las democracias ante enemigos exteriores se convierte en debilidad cuando los adversarios son internos. Y los independentistas catalanes nos han contagiado el nacional-populismo que llevó al borde del abismo a su sociedad, en otra hora próspera e integradora. Como si de un virus se tratara, hoy el discurso populista catalán ha colonizado la política española, y esto es evidente cuando representantes políticos españoles postergan la legalidad ante «la fuerza pura e incontenible del pueblo» y que por una especie de sortilegio mágico convierten a las Cortes en una especie de prolongación religiosa. Así, la sesión parlamentaria del «jueves negro» pasará sin duda a esa larga lista de días tristes de nuestra historia. Más triste, si cabe, para los partidarios de la razón y el progreso, porque los protagonistas no fueron los nacionalistas, siempre instalados en la exaltación de la pureza de su pueblo, definido a su conveniencia, sino representantes de un ideario que en otra hora pretendía representar las ideas avanzadas de la humanidad.

El paso de defender los principios inspiradores de la democracia representativa a considerarla como instrumento, en ocasiones sumamente oneroso, para la consecución de determinados fines es sencillo, y en ocasiones se da sin desearlo realmente; la conveniencia, la ignorancia o la ambición personal lo suelen facilitar. El parlamento representa la voluntad popular, ¡no es la voluntad popular!, y justamente por no ser exactamente esa voluntad general está limitado, condicionado y restringido en su capacidad legislativa por la ley. En ese equilibrio inestable, que fundamenta las democracias representativas, nada está por encima de la ley, y menos lo están los otros dos poderes, que como todos los poderes generan inquietud y recelo en los ciudadanos.

La exaltación del pueblo, de la sociedad, es el recurso demagógico y simple de los populistas que nunca pueden desprenderse de una visión excluyente y totalitaria de la sociedad. Cortés llegaba en ese discurso a una conclusión tan lógica como rechazable: «Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura». En contraste con esa visión simple y peligrosa, quienes defendemos una democracia social-liberal y representativa, cuando contemplamos a un parlamento legislar sin la limitación de la ley pensamos en la doctrina constitucional continental: todas las dictaduras son rechazables, pero lo son más si cabe las dictaduras de las mayorías. Lo más preocupante de estos días no es el debate jurídico, inescrutable para la mayoría, sino los discursos políticos llenos de amenazas para la independencia de los jueces, con una retórica inflamada, esgrimiendo voluntades generales ilimitadas y «pueblos en marcha» que arrasan con todo lo que se opone a sus designios.

Hoy en España estamos inmersos en una crisis institucional de dimensiones desconocidas para los herederos de la Transición. Las responsabilidades van desde los jueces, entretenidos en sus mezquinos enfrentamientos palaciegos, a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, cuya visión no llega más allá de sus zapatos, pasando por las Cortes, que no han desempeñado el papel que le corresponde, limitadas por el expansionismo del poder ejecutivo. Pero la máxima responsabilidad recae en los partidos políticos mayoritarios, que han confundido sus más tribales intereses con los de España.

En contraposición a Donoso Cortés y a sus epígonos, aunque lo sean sin saberlo, podemos recurrir al preámbulo de nuestra Constitución, que en uno de sus apartados dice: «Consolidar un Estado de derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular». Estas semanas últimas, desgraciadamente, ha habido ganadores y perdedores claros. Han ganado los independentistas catalanes, que están más cerca de arruinar la aventura democrática española, y salimos debilitados quienes nos consideramos orgullosos herederos del 78. Ganan los populistas y los extremistas que nunca aceptaron la Transición y se sienten derrotados quienes protagonizaron aquel salto de nuestra historia y quienes lo disfrutan. Aparecen victoriosos y legitimados quienes se opusieron con todas sus fuerzas, hasta con la fuerza criminal del terrorismo, y sentimos el desasosiego de la derrota los que orgullosamente defendíamos el sistema político que nos había alejado del guerracivilismo y del aislamiento. Hoy ganan los que siempre quisieron que siguiéramos siendo diferentes a nuestro entorno y nos curamos las heridas de la derrota quienes simplemente quisimos ser iguales a nuestros vecinos. Pero a pesar de todo esto y más que sucederá, ¡empeñémenos en revertir la situación!

Nicolás Redondo fue dirigente del PSE.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *