De la derrota de Gallardón (y de otras derrotas)

La ambición es en el político virtud cuando es pública y proclamada, aunque sea reiterada, y señala una aspiración legítima si se muestra perseverancia en su logro. En ese caso la ambición no es aviesa porque la intención es manifiesta, ya que, como el refranero sentencia, «el que avisa no es traidor». El que advierte de sus propósitos, además, al menos en política, puede ser un ingenuo y, en todo caso, una persona noble, pero no un bellaco. Y aquel que insiste en lo que quiere y lo hace sin tapujos nunca será un conspirador ni un conjurado. Será -es- lo que parece: un político más o menos táctico, oportuno o inoportuno, pero decente. Por ejemplo, Alberto Ruiz-Gallardón. Por eso, al alcalde de Madrid no le ha derrotado su ambición, sino su ingenuidad; le ha tumbado su transparencia, no su opacidad; le ha perdido su nobleza, no su villanía.

Tal suele ocurrir a menudo en la vida, y esas derrotas resultan, a la postre, más agrias para aquellos que las propician que para los que las padecen. Por eso, el fracaso del regidor madrileño puede ser el de muchos. Lo comienzan ya a sospechar los que sonrieron con la humillante -innecesariamente humillante- exclusión de la lista electoral por Madrid ante la algarabía de los adversarios políticos de su partido y la euforia de los que, con ensañamiento, le han sometido desde determinados medios a una persecución insidiosa secundada por el cobarde y espeso silencio de sus compañeros de organización.

Ruiz-Gallardón nunca fue peligroso para el presidente de su partido porque jamás ocultó su intención de alcanzar la cima más alta, aunque en un lugar en el cordel de escalada con jerarquías, tiempos y oportunidades. Tenía tanto derecho a reclamar un puesto más principal como el que podía negárselo y se lo negó. ¿Ha sido justo e inteligente que lo hiciera? En el tiempo y en la forma, de ninguna de las maneras. Las ilusiones no se dejan crecer, porque cuando su tallo es grueso la savia sangra a borbotones; las expectativas tienen que ser detenidas antes de que se conviertan en certezas morales, porque cuando se revelan imposibles la frustración nubla y enturbia los espíritus. Si Ruiz-Gallardón fue cándido en su ambición -y por ello, bisoño e ingenuo- ¿son de mejor condición aquel o aquellos que le permitieron que prendiera en él la esperanza? ¿No hubo tiempo oportuno y discreto para evitar el lamentable episodio del pasado martes en la sede de su partido en Madrid?

Alguien -muchos- se han dedicado a sembrar la especie de que la culminación de la aspiración de Ruiz-Gallardón consumaba una supuesta derrota de Esperanza Aguirre, de tal manera que propugnar para el alcalde el visado a la política nacional era tanto como agredir a la presidenta de la Comunidad Autónoma. No ha importado que las situaciones de uno y de otra fueran institucional, generacional y personalmente asimétricas, ni mejores ni peores, simplemente distintas. Tampoco ha sido relevante la insistencia de muchos -desde ABC, por ejemplo- en un entendimiento compatible y virtuoso de la simbiosis de excelencias del uno y de la otra. Ambos disponen de significaciones distintas y simbolizan referentes complementarios, y el que sintetiza la persona y la trayectoria pública de Ruiz-Gallardón convenía al Partido Popular y a su presidente porque incorporaba a su oferta no sé si más votos, pero sí percepciones sociales muy útiles para la construcción de su discurso electoral. El alcalde -es posible- acaso quisiera sucederle, pero estaba dispuesto a ser antes y también su escudero. Y si no le ha querido a su lado para evitarse otras hostilidades -¡qué incómodas de soportar son las malquerencias!-, debió hacerlo con su estilo, no con otro que en él resulta prestado y, en el peor de los casos, desconocido e imprevisible.

Estar a favor de Ruiz-Gallardón no era -no es- estar contra nadie en el Partido Popular, al menos para los que conservadores o liberales, o ambas cosas a la vez, creemos -como Suárez, como Aznar- en la pluralidad de la derecha democrática española. Que se destruyó con conspiraciones y conjuras y se reconstruyó con unidad e integración. Desde esas premisas, la reunión en la calle Génova en la tarde del pasado martes fue inquietante y descorazonadora. Mediara o no órdago de Aguirre -peor si medió a sólo unos meses de ganar por mayoría absoluta en la Comunidad de Madrid, lo que demuestra que su ambición no es menor que la del alcalde, pero sí más opaca y silente-, el resultado del cabildo tuvo que ser distinto y ninguno de los cuatro que a él asistieron debió traspasar el umbral de la estancia sin una solución equilibrada y constructiva, no a la medida de sus ambiciones y conveniencias, sino de los intereses del potencial electorado del PP y del proyecto liberal y conservador para una España que, mal administrada por Rodríguez Zapatero, no está, al parecer, lo suficientemente deteriorada para que los allí reunidos calibrasen el tamaño de su irresponsabilidad.

Ignoro el alcance electoral de este lance desafortunado. Pero es de los que dejan muesca en un partido porque en el episodio los embozados se abrieron de capa y a los discretos se les escapó la lengua. El «efecto mariposa» de la crisis de Ruiz-Gallardón -cuya factura ya se pasará al cobro antes o después, a unos o a otros, luego de que el alcalde ya la ha pagado con su derrota- recorre el PP con más fuerza que el vendaval del fichaje de Manuel Pizarro, que tampoco merecía que su entronización coincidiese con semejante espectáculo. Otro error: anular los aciertos con torpezas en el manejo de los tiempos. He ahí la clave: el tiempo y los tiempos. En los que tanto ha errado la dirección del Partido Popular llegando tarde -o demasiado pronto, según qué casos- a determinadas citas con los hitos de esta malhadada legislatura.

Rodríguez Zapatero -que es la viva expresión del error político- ha esperado con paciencia bíblica la crisis del PP desde el mes de mayo de 2004. No la ha conseguido en estos cuatro años porque su mal gobierno ha cohesionado al electorado de la oposición, que ha consentido al Partido Popular todas sus insuficiencias. Ese electorado no merecía, en el prólogo electoral, este ajuste de cuentas tan cruel, tan torpe, tan estéril, tan innecesario. Y no lo merecía tampoco Rodríguez Zapatero, que no lo padece, sino que lo disfruta sin mérito para ello, mientras sus colaboradores recorren el diccionario con los dicterios más lacerantes para la formación política que, desde la moderación, la pluralidad y la firmeza, tiene la obligación de aplicar la inteligencia a la política evitándose y evitándonos estos espectáculos sacrificiales como el celebrado -con un ritual casi sádico- en la tarde del martes en la calle Génova de Madrid, en el que se representó por anticipado no sólo la reconocida derrota del alcalde de Madrid, sino la diferida pero inevitable de otros, que han olvidado la afirmación evangélica según la cual muere a hierro quien a hierro mata.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.