De la desesperanza a la desesperación

Establecía Julián Marías una distinción nítida entre dos estados emocionales de la existencia humana: estar desesperanzado y estar desesperado. Argumentaba que mientras en la desesperanza uno piensa que su situación puede seguir así indefinidamente -de ahí su melancolía inherente-, la desesperación, en cambio, comporta que uno percibe que su estado no puede en rigor seguir soportándose y que hay que hacer algo, fuera esto lo que fuera; de ahí su connatural exasperación. Por decirlo de otra manera, en la desesperanza se instala el individuo mientras que en la desesperación la misma persona se revuelve para escapar de ella. No es poca a lo que se ve la diferencia entre ambos conceptos, ni sus implicaciones sociales y políticas.

Y viene además muy a cuento esa distinción cuando reparamos en las cifras de desempleo que han arrojado los datos de enero último y que volverán a agravarse sin duda cuando termine este mes en curso. Los 124.890 empleos perdidos en el primer mes de 2010 arrojan en su naufragio un saldo de desempleados oficiales de 4.048.493. Si sumamos los parados ocultos por cursos de formación y el PER, nos da una cifra final de 4,5 millones de personas paradas. En un solo año, el 2009, se han destruido en nuestro país 1.210.800 empleos -dato aterrador- y estamos rozando la fatídica cifra del 20%. El reciente informe de hace dos semanas elaborado por Caja España prevé como heraldo negro para el 2010 un paro del 21%, pudiéndose alcanzar, pues, los cinco millones de personas. En rigor, nadie es capaz de predecir los límites de nuestro desempleo, como bien ha sentenciado el catedrático de Estructura Económica Niño Becerra. Lo terrible, pues, de nuestra situación laboral es que en ella se está conjugando tanto un estado de desesperanza más o menos crónico con otro que se adivina en el horizonte de desesperación pura y dura, siguiendo la distinción de Marías.

Hay momentos de tal gravedad donde las comparaciones dejan de ser odiosas para convertirse en necesarias, y éste es sin duda uno de ellos. Hagamos al respecto dos sencillos experimentos, a cada cual más inquietante: ¿cuánto millones de desempleados piensa el lector que había en plena República de Weimar en 1932, un año antes del ascenso al poder de Hitler y su NSDAP? Una pista: la población alemana aquel año se cifraba en 67 millones de habitantes. Respuesta: cinco millones de alemanes. Muchos de nosotros hubiésemos aventurado cifras de 10 o 15 millones de parados para tal población y explicarnos así cabalmente el colapso de Weimar. Por desgracia, no fue menester tanto.

Vayamos a otro universo: ¿a cuanto ascendió el desempleo por término medio durante el decenio de la Gran Depresión de las presidencias de Roosevelt? Si en los comienzos del crash bursátil supuso un 20% de la población activa de EEUU, a principios de 1935 el paro se había elevado hasta el 23%. Sin embargo, el paro medio que hubo de afrontar Roosevelt en la década fatídica supuso no más de un 15%. Muchos de nosotros hubiésemos aventurado promedios del 30% y explicarnos así la cifra que refleja el gran trauma nacional americano. Que cada lector saque las conclusiones pertinentes y pueda hacerse cargo de la encrucijada que atraviesa nuestro país sin paliativos de ningún tipo.

Pero más allá de las frías estadísticas -«no comprendo cómo se pueden sumar individuos», acotaba con razón Antonio Machado-, fijemos la mirada ahora en la persona de carne y hueso, en ese yo que reclamaba Unamuno y que ha perdido su empleo, para adentrarnos en su circunstancia y procurar así hacerlo más próximo a nosotros que el mero dato numérico.

Y al acercarnos a él, damos por sabido que uno de los rasgos inherentes al desempleado de la sociedad moderna es un sentimiento novedoso de desamparo al truncarse una de sus vías de afiliación y pertenencia fundamentales como era su entorno laboral. Ahora bien en los 2,5 millones de nuevos desempleados españoles desde que comenzó la crisis en el último trimestre del 2007, se advierte una suerte de orfandad institucional sobreañadida al desamparo inicial referido, que agrava su sensación de abandono y angustia vital.

Me explico: al negar la crisis el Presidente del Gobierno desde su mismo origen y no habiéndola reconocido hasta hace bien poco, sin siquiera una comparecencia televisiva al respecto, el individuo que ha perdido su empleo no se reconoce en el discurso del poder político, ni tampoco en el consuelo que da su posible liderazgo, inexistente entre nosotros. Por eso, Roosevelt, conocedor de la condición humana, muy al contrario que nuestro Presidente, realizaba sus famosas charlas junto a la chimenea (fireside chats) para paliar desesperanzas y evitar desesperaciones. Todo lo contrario de lo que ha ocurrido con la negación de la realidad -y el desempleado era esa realidad- por parte del Gobierno. Claro que ya la pensadora Simone Weil descubrió que el desdichado -y el desempleado lo es en gran medida- siempre repugna y tiende a ser soslayado, y más si uno es un optimista antropológico, para quien, desde luego, no cabe la desdicha. Una de las claves de la íntima repulsión que está suscitando Rodríguez Zapatero -y que no hará más que aumentar exponencialmente- es esa inconsciente conspiración del resentimiento del desempleado, que surge desde su orfandad y desarraigo políticos y de la propia mentira presidencial.

Hay además en nuestra doliente sociedad española otro dato que incrementa más si cabe el sufrimiento de este desempleado comparado con el de crisis anteriores: en una década se ha duplicado en nuestro país el número de personas que viven solas, llegándose a una cifra próxima a los tres millones de individuos. Junto a ello, sólo en el 2009 se han dado unas 120.000 rupturas de pareja. Ambas cifras implican que un gran número de personas que afrontan la situación de desempleo de nuestra Gran Depresión lo hacen desde una soledad afectiva inédita o bien que simultáneamente se les han hundido los dos quicios en que Freud fundamentaba la felicidad humana: amor y trabajo. Y es que en términos de la conocida Pirámide de Maslow, nunca en la historia económica moderna de España se había dado que tantos descendiesen en tan poco tiempo desde la escala de las Necesidades del Yo a la muy inferior de las Necesidades de Seguridad, llevándose por delante la de las Sociales o Afectivas. Ni siquiera en Weimar fue tan abrupta la caída.

La misma Simone Weil comprobó un fenómeno paradójico del desempleado cuando fue despedida de Alsthom y de Renault entre 1934 y 1935, fenómenos que ayuda a explicar la situación anímica de nuestros parados recientes: su reacción inmediata al perder el empleo no fue la rebelión (desesperación), sino la sumisión (desesperanza). Algo que nos muestra también de forma elocuente la película Up in the air, recientemente estrenada y tan necesaria para entender estos tiempos oscuros. En cada de una de las 30 entrevistas de despido que afronta, el protagonista ofrece una respuesta emotiva diferente frente a un denominador común: la resignación inocente del despedido aun cuando no comprende qué ha hecho para merecer eso. Y es que uno descubre con Simone Weil, Martin Buber y la propia película cómo nuestra auto-estima no depende de nosotros mismos, sino que precisamos siempre de signos externos que ratifiquen nuestro propio valor: en definitiva, ser confirmados por el otro y de modo eminente por el trabajo. Nuestra presunta auto-estima es en el fondo más bien hetero-estima: de ahí los efectos tan demoledores del desempleo en la salud física y mental, como nuestro expediente médico revelará dentro de unos pocos años, al hacer balance de la Gran Depresión española y sus secuelas.

Ahora bien, esa resignación desesperanzada no es eterna, y más temprano que tarde deviene en desesperación rebelde si no se arbitra solución, algo que no parecen alumbrar los pronósticos más fiables. Solución que parece, además, francamente difícil de encontrar cuando coincide (¿o es acaso efecto?) nuestra gran debacle laboral con una formidable crisis institucional del modelo político nacido en 1978. Nunca tan pocos se equivocaron tanto y me temo que de forma irreversible, a no ser que nos volvamos a reconocer humildemente como problema y a Europa como solución.

Decía Claudel que el verdadero héroe del siglo XX era el padre de familia; a lo que replicaba Hannah Arendt al percatarse de lo que fue capaz ese mismo padre desempleado por un puesto de trabajo después de Weimar: «Y también el gran canalla». Es la sutil frontera entre la esperanza, la desesperanza y la desesperación. Precisamente, la que andamos bordeando en estos momentos tan críticos con tantos millones de individuos, no datos estadísticos, sin trabajo y afectados gravemente en su dignidad.

Ignacio García de Leániz Caprile, profesor de Comportamiento Humano en la Empresa.