Por Peter Sluglett, profesor de Historia de Oriente Medio en la Universidad de Utah, investigador visitante en All Souls College (Oxford) y coautor del libro Iraq since 1958: from revolution to dictatorship (LA VANGUARDIA, 08/04/03):
Un cambio de régimen es, según se nos dice, lo que Estados Unidos y sus aliados quieren conseguir en Iraq. Desde la revolución de 1958, ese país ha estado bajo unas formas de dictadura cada vez más brutales que culminaron con la de Saddam Hussein en 1979. Para que lo que sucede hoy tenga algún sentido, resulta esencial que el objetivo a largo plazo de la “coalición de los dispuestos” sea el establecimiento en Iraq de un sistema democrático eficaz que satisfaga las necesidades y aspiraciones de los castigados habitantes del país.
Como quiera que se examine el presente conflicto, siempre ha estado claro que el pueblo iraquí no podía derrocar por sí solo a Saddam Hussein y su camarilla. ¿Cuál será, pues, el futuro de Iraq después de Saddam? Parece probable que se pondrá al mando a una o varias figuras decorativas con la idea de formar un gobierno de unidad nacional. Por desgracia, no hay ningún Lenin esperando en Suiza, ningún Mandela que sacar de la cárcel. Alrededor del 60 por ciento de los iraquíes no ha conocido más régimen que los monstruos de Tikrit. Así, uno de los enormes problemas que tenemos es embarcarnos en una colosal tarea de reconstrucción con muchos grupos de personas, suníes, chiitas, kurdos, izquierdistas y nacionalistas, entre los que hay pocos nombres conocidos.
Lamentablemente, la oposición en el exilio no ha tenido mucho éxito a la hora de actuar unida; y ello debido a que, sin contar a los kurdos, los diversos participantes no son muy representativos de nadie salvo de ellos mismos. Quizá no haya sido muy afortunado, por no decir otra cosa, que algunos de los figurones de esa oposición hayan cautivado a tantas mentes y tantos corazones junto al Potomac. Si bien es injusto tachar de charlatanes interesados a los miembros del Congreso Nacional Iraquí, es importante subrayar que sus hombres apenas son conocidos en el interior de Iraq.
El caso es que hoy la democracia, como el Estado-nación, es algo que está ahí, una amplia estructura política que estamos obligados a aceptar en el mundo moderno. Poca era la democracia existente en el Japón anterior a 1945, y en la Alemania anterior a 1945 ya había sido olvidada desde hacía tiempo. Desde luego, no formaba parte de la herencia política de la India anterior a 1947. No obstante, casi 60 años más tarde, los tres estados mencionados se pueden describir como más o menos democráticos. Lo mismo ocurrirá en Iraq.
Los grupos políticos presentes hoy en Iraq se han desarrollado, al menos en parte, a partir de un espectro de agrupaciones y partidos políticos que existieron en el país entre las dos guerras mundiales. A pesar de la inquietud por una posible interferencia iraní en un Iraq posterior a Saddam, es dudoso que los partidos religiosos tengan hoy mucho predicamento en el interior de Iraq (ni siquiera es seguro que lo tuvieran en el pasado) ni que consigan gran apoyo una vez liberado el país. Una minoría de chiitas iraquíes podría mostrarse favorable en algunos aspectos a los recientes acontecimientos en Irán, pero el propio régimen iraní se encuentra en un estado de gran agitación y difícilmente puede constituir una perspectiva atractiva para un pueblo que ha sufrido más de 30 años de una de las dictaduras más terribles.
El nacionalismo, sobre todo el nacionalismo panarabista de corte baasista, ha ejercido una influencia muy perniciosa en Oriente Medio. Ha sido utilizado como grito de guerra por regímenes con una legitimidad basada casi por completo en el hecho de que afirmaban haber heredado esa responsabilidad. Así, como podría afirmar Saddam Hussein: “Alboroto con el panarabismo, y esto me da legitimidad”. Sin embargo, en contra de lo que se suele afirmar, los nacionalistas árabes nunca han tenido muchos seguidores en Iraq. El nacionalismo árabe, tal como se ha manifestado en Iraq y Siria, ha carecido de atractivo para los árabes chiitas o para los kurdos, que forman el 80 por ciento de la población iraquí. Por ello, no habrá ningún papel para el partido Baas en el Iraq posterior a Saddam.
Tras la caída de Saddam y sus secuaces, un gobierno de unidad nacional será esencialmente tecnocrático e intentará establecer un programa de reconstrucción. De forma inevitable, será caro, pero Iraq dispone de los medios para pagar una buena parte. La tarea de la reconciliación nacional es una prioridad extrema, puesto que son demasiadas las personas que han sido asesinadas, demasiadas las personas que se han tenido que insensibilizar para cometer los asesinatos (la mayoría, con toda probabilidad, para conservar la vida). Para conseguirlo, deberíamos fomentar no el nacionalismo, sino el patriotismo, un sentirse unidos todos los iraquíes, ya sean suníes o chiitas, kurdos o árabes, en un intento de crear una nueva lealtad nacional; de modo preferible, algún tipo de Estados Unidos de Iraq que incluiría un Kurdistán autónomo. Los estados fuertes se mantienen unidos gracias a la asociación voluntaria de sus ciudadanos en torno a una serie de propósitos comunes. Los estados débiles son débiles porque se mantienen unidos por la fuerza y no por el acuerdo. Por lo tanto, deberíamos pensar en la creación de un nuevo tipo de nacionalismo iraquí, guiado y fortalecido por la restauración de la democracia, las libertades civiles y el imperio de la ley.