De la fetua al WhatsApp

Hace 25 años, sucedieron cuatro grandes acontecimientos cuyos ecos todavía están presentes en nuestro mundo. Cayó el muro de Berlín y con él el imperio que a Vladímir Putin le encantaría restaurar. La matanza de la plaza de Tiananmen situó a China en una trayectoria totalmente distinta hasta llegar al país que es hoy. Un investigador británico poco conocido, llamado Tim Berners-Lee, inventó lo que se convertiría en la World Wide Web. Y el ayatolá Jomeini dictó su fetua contra Salman Rushdie.

El domingo pasado estuve hablando con Rushdie en Nueva York, dentro del Festival de Voces del Mundo organizado por el PEN Club estadounidense, sobre las consecuencias que tuvieron aquellos hechos para la libertad de expresión en todo el mundo. Le pregunté cómo había vivido las revoluciones de terciopelo de 1989 y dónde estaba cuando cayó el Muro. No se acordaba con exactitud —seguramente en algún escondite— y confesó que había sentido cierta envidia al ver a otros, incluido Nelson Mandela unos años después, emprender el camino de la libertad mientras él permanecía cautivo.

De la fetua al WhatsApp

Hoy no queda rastro de aquello. Después de los actos en los que habíamos participado, salimos a pasear por las calles de Nueva York junto con varios escritores más, y Salman paró un taxi en una esquina. Quién sabe de dónde era el taxista, ¿tal vez iraní? Esa vida tan normal para un escritor al que durante tanto tiempo le pareció inalcanzable es una victoria. Sin embargo, hay que preguntarse si la lucha por la libertad de expresión, contra fanáticos y opresores de todo tipo, está avanzando de verdad o se encuentra en retroceso.

En Reino Unido, y en Europa en general, la mayoría de los musulmanes han aceptado de una u otra forma las normas básicas de convivencia pacífica en una sociedad liberal y pluralista. Ya no dicen —como hizo un musulmán britanico llamado Iqbal Sacranie en 1989, mientras algunos de sus correligionarios quemaban ejemplares de Los versos satánicos— que la muerte era un destino “demasiado fácil” para Rushdie. Un pequeño síntoma de esa mejoría en las relaciones fue la discreta reacción de casi todos los musulmanes británicos en 2007, cuando el controvertido novelista fue nombrado caballero. (Rushdie recuerda que, después de darle los golpes de rigor en el hombro con la espada, la reina le preguntó: “¿Sigue usted escribiendo libros?”). Claro que su majestad —en realidad, Tony Blair a través de ella— había nombrado caballero dos años antes al propio Sacranie. Una solución muy británica: darles a los dos un título.

Volviendo a lo que importa: en Gran Bretaña, como en otros muchos países europeos, la evolución general de la gran mayoría de los musulmanes les ha llevado a aceptar e incluso apoyar la libertad de expresión, que por fuerza incluye el derecho (aunque no el deber) de ofender.

No obstante, afirma Rushdie —y una investigación minuciosa lo corrobora— que una pequeña minoría en esas comunidades musulmanas de Europa está aún peligrosamente radicalizada. Y el miedo y la autocensura siguen carcomiendo los bordes de la vida cultural de Occidente, tanto en las universidades como en el mundo editorial y el teatro. Los públicos de Londres y Nueva York disfrutan con el musical satírico El Libro del Mormón. No parece que nadie tenga pensado hacer un espectáculo llamado El Libro de Mahoma.

En muchos Estados de mayoría musulmana, las limitaciones a la libertad de expresión siguen siendo espantosas. Este año, Arabia Saudí ha dictado nuevas leyes que tratan a los ateos como si fueran terroristas. El día de nuestro acto en Nueva York, The New York Times informaba sobre un hombre llamado Alexander Aan que estuvo más de 19 meses preso en Indonesia, acusado de incitar al odio religioso. ¿Qué delito había cometido? Declararse ateo en Internet. Y otro dato preocupante: el hecho de que Estados que tendían más a ser laicos, como Turquía, estén ahora dando un giro en la mala dirección.

Ese tipo de intimidación no es monopolio de los musulmanes, en absoluto. Hablé también con Rushdie de su país natal, India. Allí son los extremistas hindúes quienes encabezan hoy la clasificación del segundo deporte nacional: sentirse ofendidos. Por ejemplo, Penguin India retiró hace poco de las librerías una historia alternativa de los hindúes escrita por la respetada especialista estadounidense Wendy Doniger, ante las presiones ejercidas por un grupo hindú dirigido por un antiguo maestro de escuela. M. F. Husaín, seguramente el principal pintor moderno del país, murió en el exilio después de sufrir ataques feroces por sus representaciones irreverentes y modernas de las deidades hindúes. Y da la impresión de que las cosas empeorarán si gana las elecciones Nahendra Modi. Mientras tanto, al otro lado de la frontera, en Birmania, turbas compuestas por personas que se llaman a sí mismos budistas se dedican a linchar a los rohingya, musulmanes.

En China, el sistema que ha ido desarrollándose desde 1989 ha generado al mismo tiempo una economía que pronto será la más grande del planeta y un aparato de censura que es ya el mayor del mundo. Ahora bien, mientras que, en otros países, unos poderes religiosos determinados persiguen a los ateos y creyentes de otras confesiones, en China el Partido-Estado comunista acosa a cualquiera que intente organizar un grupo religioso sin su autorización, ya sean cristianos o Falun Gong. (En cambio, practicar la espiritualidad en privado no supone ningún problema, y muchos miembros del aparato lo hacen).

Una de las razones por las que China despliega una maquinaria de censura tan inmensa es que hoy se habla mucho más y es necesario vigilar mucha más expresión que hace 25 años, gracias a Internet y la World Wide Web. WeChat, el equivalente chino a WhatsApp, cuenta con más de 300 millones de usuarios. El ganador del premio a la libertad digital concedido este año por el PEN Club de Estados Unidos, Dick Costolo, que es el presidente y director ejecutivo de Twitter, nos recordó en Nueva York que cada día circulan más de 500 millones de tuits. Es una tremenda victoria cuantitativa de la libertad de expresión, que, sin embargo, entraña sus propios peligros. Los regímenes autoritarios no son los únicos que aprovechan Internet como herramienta para vigilar a la población. Una encuesta hecha por el PEN Club entre los escritores estadounidenses ha descubierto que no solo están preocupados por el programa de vigilancia de la NSA que reveló Edward Snowden, sino que algunos de ellos, ahora, sienten la necesidad de autocensurarse. Es decir, que la revelación ha tenido unas consecuencias terribles.

“Sobre la batalla a propósito de Los versos satánicos”, escribió Rushdie en su libro de memorias Joseph Anton, publicado en 2012, “todavía era difícil saber si iba a acabar en victoria o en derrota”. Lo mismo puede decirse sobre las repercusiones de aquellos cuatro grandes acontecimientos de 1989. Pero eso es lo que sucede con la lucha por la libertad de expresión: nunca se pierde del todo, nunca se gana de forma rotunda.

Timothy Garton Ash está escribiendo un libro sobre la libertad de expresión y dirige la página web freespeechdebate.com, en 13 idiomas. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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