De la gerontocracia a la marginalidad

Según los últimos descubrimientos antropológicos, el homo sapiens comenzó a vivir en este planeta hace cerca de 2000 siglos. Eso quiere decir que durante unos 194.000 años, aproximadamente, lustro más o menos, nuestras tribus, lo que hoy llamamos sociedad, se organizaron bajo el gobierno de los más veteranos. El respeto a los ancianos no provenía de ninguna creencia mágica o religiosa, sino que emanaba del más puro pragmatismo: sólo los que más habían vivido, por su experiencia, tenían conocimientos sobre la manera de reaccionar ante determinados acontecimientos, a la vez que podían prever las consecuencias de pequeñas o grandes catástrofes.

La gerontocracia, el gobierno de los viejos, es el que, junto al natural instinto de supervivencia, ha logrado que la especie transitara por glaciaciones, calentamientos, movimientos tectónicos y se volviera omnívora, porque si hubiera sido sólo vegetariana o sólo carnívora, en las etapas invernales del planeta o en las grandes sequías la especie hubiera desaparecido.

De la gerontocracia a la marginalidadDe esa larga y ancestral gerontocracia ha quedado un leve resquicio de admiración a los mayores, cada día más exiguo, porque hace unos seis mil años el homo sapiens aprendió a leer y a escribir, y los conocimientos ya no se albergaban en la memoria de los ancianos, sino que podían encontrarse en los papiros y manuscritos. Antes del descubrimiento de la escritura, me parece que era La Rochefoucauld quien reflexionó que, cuando en la tribu moría un viejo, al enterrarlo, daban sepultura a una biblioteca. Pero las bibliotecas llegaron, y el prestigio de la experiencia y el almacenamiento de los conocimientos entraron en una nueva etapa que permitía, no sólo sustituir el gobierno de los gerontes por el de otros individuos de menor edad, sino que comenzaron a percibirse los atisbos de que los viejos no sólo eran prescindibles, sino que constituían una carga, porque no producían, sus consejos ya no eran imprescindibles y, además, no eran productivos y requerían cuidados.

No obstante, por fortuna, el ser humano es emocional, y los sentimientos se abren paso por entre el sentido práctico, y permiten que, tras prestar grandes servicios a la especie durante cerca de 194.000 años, sus congéneres no adoptaran la terrible medida de aplicar la eutanasia a los ancianos por meros compromisos con la rentabilidad.

La primera vuelta de tuerca fue la aparición de la imprenta en el siglo XV, hace poco más de medio milenio y, la última, la aparición de internet, con lo que la Gran Biblioteca está en la nube, y, hoy, la quema de la biblioteca de Alejandría se recibiría con indiferencia, porque puede que todo su contenido, y el de casi todas las bibliotecas del planeta esté en internet.

No resulta ilógico que, a medida que la experiencia del individuo carece de relevancia, el papel jerárquico del viejo haya descendido en el reconocimiento social hasta el punto de alcanzar unas cotas de utilidad que comienzan a ser inquietantemente descaradas. Quiero decir que el viejo es requerido por los elementos más jóvenes, en cuanto son necesarios para el cuidado de la prole, pero que esa satisfacción por su presencia y su aportación cambia, a veces de manera drástica, cuando no puede llevar a cabo esos cometidos, no tan marginales. Los abuelos ayudan a la pareja a llevar y recoger los niños de la escuela; a suplir la ausencia de sus padres en vacaciones y fines de semana, a solventar las incidencias familiares y, en la última etapa, cuando el desastre económico mordió con ferocidad a miles de familias, a ofrecer el refugio y la habitación que el impago de la hipoteca condenaba a la intemperie. Esta circunstancia es interclasista, y permeable en todos los estratos sociales. Hay parejas de profesionales, tan estresados en la entrega a su labor ejecutiva en la empresa, que necesitan la práctica del deporte, el gimnasio y la escapada para poder recuperar fuerzas. ¿Y los hijos? Bueno, ahí están los abuelos, porque los niños lo pasan muy bien y a los abuelos les gusta. Prueba de ello es lo pesadas que se ponen las abuelas en las cenas con los amigos exhibiendo el móvil, donde aparecen sus nietos, bastante semejantes a los que enseñan sus compañeros de mesa.

Ocurre, no obstante, que de la misma manera que del analfabetismo pasamos a la grafía, y de la grafía manual a la imprenta, y, de la imprenta, a la era digital, los seres humanos suelen pasar, del viejo útil en el cuidado de los nietos al anciano que requiere cuidados él mismo. Y entonces la tribu, esa tribu hoy más sofisticada, que durante 194.000 años confió su supervivencia a los gerontes, decide que el anciano sea extirpado de la familia y se le encamine a un sector de la tribu que se denomina residencia geriátrica, y que viene a ser una especie de sala de espera a la llegada del último tren.

Durante lo que yo llamaría la Gran Travesía Analfabeta de la Humanidad, nacían muchos niños y los ancianos eran pocos, y morían a edades tempranas respecto a las de ahora. Hoy, el avance de la Sanidad y de la industria farmacológica han alargado de manera considerable la expectativa vital, a la vez que, paradójicamente, cuanto mayor es la renta per cápita de un país menor es su crecimiento vegetativo. Ese cambio en la pirámide de edad causa un déficit en las cajas de las pensiones públicas. Y no sólo eso: es en los últimos tramos de la existencia cuando el ciudadano más gasta en productos farmacéuticos y cuidados sanitarios.

No soy mal pensado y no voy a asociar el reverdecido entusiasmo por la regulación de la eutanasia con este tremendo problema. No. Al menos de manera consciente. Y, porque creo que, todavía, el materialismo que devora tantos principios éticos y morales no nos ha convertido el corazón en una máquina contable. O quiero creerlo.

Mi amigo Juan de Dios Ramírez Heredia, que fue diputado de las Cortes Constituyentes, y es un largo y veterano luchador por la igualdad entre payos y gitanos, sabe muy bien algo que cualquiera de nosotros puede comprobar: en las visitas a las residencias de la tercera edad –¡qué maestros somos los españoles en eufemismos!– nunca encontraremos en la habitación de al lado, o en alguno de los pasillos, a un gitano o a una gitana. Porque entre los gitanos queda aún ese aroma del respeto a la gerontocracia, como si los gitanos se resistieran a desencadenarse de una antigua tradición de milenios y, amén del respeto, el anciano sigue ejerciendo autoridad. Y los gitanos viejos nunca salen de su casa, por muy humilde que sea, por escasas que sean sus comodidades y su espacio.

No quiero establecer rebuscadas comparaciones morales porque las complejidades sociales e individuales son numerosas y diferentes. Mis padres murieron en una residencia. Y, salvo accidente fortuito, me imagino que yo también. Pero, en algunas ocasiones, observando esas resistencias a lo hegemónico, ese ancestro gitano, siento por los adentros una pizca de envidia. Palabra de payo.

Luis del Val, escritor.

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