De la guerra red a la red de guerras

Días después del 11-S del 2001 publiqué un articulo titulado "La guerra red", un nuevo tipo de guerra detectado por expertos de la Rand Corporation. Al Qaeda perfeccionó esta estrategia de violencia globalizada: ataques en distintos países mediante una red de grupos terroristas autónomos con una vinculación más ideológico religiosa que organizativa. Bin Laden es más símbolo que jefe. La clave de su influencia es un proyecto de comunicación por internet y televisión: impactar las mentes destruyendo los cuerpos. Esta guerra en red sigue el principio de la confrontación asimétrica. Contra el superpoder militar la capacidad de golpear en la infraestructura de vida en todo el planeta a partir de redes sin Estado. La presencia de Bin Laden en el Afganistán talibán ofreció un objetivo territorial para represalias militares y justificó la intervención de EE. UU. y la ocupación de Afganistán por la OTAN. Pero después, los estrategas estadounidenses siguieron buscando la forma de identificar Al Qaeda con estados protectores, para ganar la guerra atacando a estos estados.

Eliminando los potenciales protectores de grupos terroristas e intimidando a posibles imitadores (Libia, Corea del Norte, Irán) se cortaría el problema de raíz. Esa estrategia condujo a la invasión de Iraq, pese a la falta de conexión entre Sadam y Al Qaeda. Claro que el control del petróleo también pesó en la decisión, pero era posible apropiarse del petróleo por otros medios. Lo determinante fue un cálculo geopolítico: en un mundo tan peligroso como el nuestro es necesario subyugar a cualquier país que pueda ser fuente de apoyo a las redes globales de terrorismo, potencialmente biológico o nuclear. La acción preventiva como forma de policía global. Política que proviene de un grave error conceptual: la incapacidad de pensar guerras globales cuyos actores no sean estados.

Y como no se puede identificar un centro o un origen, se delimita un estado que destruir y un territorio que bombardear. La increíble incompetencia con que se condujo la guerra de Iraq, basada en la ignorancia y el fanatismo político de sus patrocinadores (Bush, Cheney y Rumsfeld en América, Blair y Aznar en Europa), condujeron al efecto contrario: allí donde no había Al Qaeda ahora Al Qaeda es fuerte. Iraq, desde luego, pero también numerosos puntos del mundo en donde militantes islámicos radicales han encontrado un caldo de cultivo en la indignación popular contra la nueva cruzada occidental en tierras islámicas. La impericia (intencional o no) de la persecución de Bin Laden en Tora Bora en diciembre del 2001, permitió a los líderes de Al Qaeda refugiarse en las montanas de Waziristán, una zona del nordeste de Pakistán habitada por tribus autónomas que nunca pudieron ser sojuzgadas, ni durante la colonización británica ni durante la existencia del Pakistán independiente. Desde entonces el ejército pakistaní no ha podido (o no ha querido) encontrar a Bin Laden. De hecho, los talibanes y sus aliados pakistaníes han reforzado su presencia.

Al Qaeda tiene ahora una fuerte presencia en Iraq, en Afganistán (a través de los talibanes) y en Pakistán, con una resistencia islámica creciente de grupos como el liderado por el carismático Baitulah Mahsud. Militarmente, Estados Unidos es obviamente capaz de mantener la ocupación. Pero políticamente Al Qaeda ha conseguido sus objetivos. Iraq está desestabilizado. La razón por la cual se ha reducido el número de muertes en los últimos meses es porque tras años de apostar por los chiíes y kurdos contra los suníes el inteligente general Petraeus (doctor por Princeton) decidió armar y organizar a los suníes para que pudieran luchar contra Al Qaeda y defenderse de los chiíes. El resultado es que ahora puede haber una guerra civil-étnica a tres bandas y un ejército dividido por líneas étnicas. En cuanto los estadounidenses emprendan una retirada obligada por razones económicas y políticas internas, explotará la violencia ahora sembrada, permitiendo a Al Qaeda mantener el caos en un país en el que no tenía presencia. Algo parecido ocurre en Afganistán. Karzai (un presidente a sueldo de la CIA) controla Kabul con tropas de la OTAN y se apoya en señores de la guerra y del opio que controlan las principales regiones del país entregados a su lucrativo negocio. Y los talibanes se alían con unos y otros y se refuerzan por momentos. El reciente ataque contra el hotel Serena de Kabul, el lugar de encuentro social de la elite extranjera, a pesar de ser un edificio blindado por la seguridad afgana, muestra hasta qué punto la situación es vulnerable. Como muestra la falta de control de la frontera pakistaní la ocupación este semana del fuerte Sararogha en la frontera pakistaní con Afganistán por las milicias islámicas de Mahsud.

Pero lo más grave es la desestabilización creciente de Pakistán. Musharraf se ha mantenido en la presidencia mediante un complicado juego entre su protector Bush y los generales islámicos y nacionalistas de su ejército. El servicio de inteligencia pakistaní que inventó y apoyó a los talibanes y tiene lazos estrechos con el movimiento islámico que lucha en Cachemira sigue siendo el principal poder fáctico.

El intento de Estados Unidos de retomar el control real de Pakistán a través de la líder democrática Benazir Bhutto fracasó con su asesinato, probablemente realizado con la complicidad de la seguridad pakistaní. Las tensiones internas entre la oposición democrática, el islamismo revolucionario y las distintas facciones del ejército han desestabilizado Pakistán. Hasta el punto de que Obama declara de que en caso de ser presidente enviará tropas a Pakistán para perseguir a Al Qaeda aun sin permiso del Gobierno.

Así pues, Al Qaeda está logrando combinar su guerra red global por sorpresa (Nueva York, Marruecos, Madrid, Londres) con una red de guerras provocadas que desangran a EE. UU. y extienden el caos en tierras del islam. Combatir esta sofisticada estrategia predicando democracia abstracta apoyada por bombardeos concretos es la forma más eficaz de agravar la amenaza que el fanatismo de Al Qaeda representa para la humanidad.

Manuel Castells