En su inteligente discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz, Barack Obama dejó clara la idea de que la paz puede alcanzarse, pero que no será nunca fruto de una evolución repentina de la naturaleza humana, sino el resultado de una evolución gradual de las instituciones. Una evolución que solo será posible si se desarrollan alternativas a la violencia, estableciendo regulaciones internacionales que sancionen a los países que las violen, como –por ejemplo– en materia de armas nucleares. Una evolución que no se defina solo por la ausencia de conflicto, sino que se base en el respeto a los derechos humanos. Una evolución, al fin, que abarque no solo derechos civiles y políticos, sino también la seguridad económica y oportunidades para todos.
Es decir: acuerdos entre naciones, instituciones sólidas, apoyo a los derechos humanos e inversiones en desarrollo, más una expansión de la conciencia moral. Pero, como la maldad existe en el mundo, nunca podrá erradicarse del todo la violencia, ya que las naciones seguirán acudiendo al uso de la fuerza para defenderse. Esta fuerza necesaria es, además, justa –guerra justa– cuando su uso se atiene a los estándares fijados por la comunidad internacional, cuando existen motivos humanitarios –como en el caso de los países balcánicos– y cuando la forma de hacer la guerra no infringe las pautas también comúnmente aceptadas.
Pese a la lógica de su tesis, Obama ha sido criticado por belicista y contradictorio. En todas las críticas subyace, no obstante, un error: aquel que sostiene que la paz, la justicia y el derecho se contraponen de forma radical a la guerra, la injusticia y el desorden. Este error se debe a que nuestras generaciones, que son hijas de la guerra, están obsesionadas por una paz que temen perder. Idéntico fenómeno –escribe Álvaro d’Ors– se produjo el siglo I antes de Cristo, cuando Roma se hallaba sumida en múltiples guerras y era anhelada la paz. Haber comprendido este anhelo fue la clave del éxito de Octavio y el secreto que explica que pudiese alterar solapadamente la forma política tradicional de Roma –la República– y hacerse con el poder absoluto –el Imperio–. Tímido y más dado a la diplomacia que a las armas, Octavio supo, una vez vencedor, instaurar una época de paz –Pax Octaviana– con vocación de ser definitiva, en el sentido griego de la palabra eirene. A esta época pertenece Marco Tulio Cicerón, cuyo pensamiento sobre este tema se concreta en la frase «silent leges inter armas» (las leyes, entre las armas, callan), que hace suya la contraposición genuinamente griega entre la justicia, el derecho y la paz, por un lado, y la injusticia, la violencia y la guerra, por el otro. Pero esta contraposición no es la genuina del pueblo romano, para el que la violencia y el derecho no se concebían como términos antitéticos. Lo que requiere una explicación.
En efecto, si podemos hablar de orden es porque toda persona es capaz de desorden, e incluso se halla inclinada a él. Pero hay que admitir también que toda persona puede superar su tendencia al desorden mediante la violencia que ejerce sobre sí misma, al domeñar sus instintos por la fuerza de su voluntad puesta al servicio de su razón. Y esto, que es cierto en la permanente lucha personal contra el propio desorden, lo es también respecto del desorden social. Es decir, también la sociedad debe ejercer cierta violencia sobre sí misma para mantener en ella el orden. De lo que se deduce que no hay orden posible sin una violencia potencial que lo haga efectivo cuando es vulnerado. Por ello, aun cuando la violencia se entienda habitualmente como causa del desorden, lo cierto es que el orden es, a su vez, el resultado de una violencia latente que lo garantiza: el derecho –la norma– no puede realizarse en un orden jurídico real y efectivo si no está reforzado por un dispositivo capaz de imponerlo por la violencia. Ahora bien, este dispositivo solo existe cuando hay una autoridad superior a las partes enfrentadas. Cuando esta autoridad superior no existe –como sucede en los enfrentamientos entre estados–, la guerra es entonces el único medio de defensa.
La legítima defensa es un principio de derecho natural universalmente reconocido, ya que es evidente la necesidad de la propia violencia defensiva cuando no hay otra defensa organizada suficiente: es lícito rechazar la violencia con la violencia. Y, aunque la legítima defensa suele referirse a la defensa violenta ejercitada por un individuo agredido, hay que admitir también la legítima defensa –en forma de guerra– a favor de una comunidad nacional que es atacada. ¿Por qué repetir esta obviedad? Porque, con motivo del discurso de Obama, ha aflorado otra vez la habitual proclama buenista y seudoprogre que abomina de toda forma de violencia –incluida, por supuesto, la guerra–, sin advertir, ni menos aún reconocer, que la paz –el orden jurídico en el que surge y puede manifestarse libremente tal proclama– está garantizada por una fuerza –una violencia– potencial no por discreta menos efectiva. Lo que significa que la contradicción no está en Obama, sino en quienes le critican.
Juan-José López Burniol, notario.