De la Habana hasta aquí

Ser cubano es una jodienda, lo digo con conocimiento de causa, nací en La Habana dos años después de que triunfara la revolución castrista. Mis padres, como la mayoría de cubanos, creyeron que Fidel iba a cumplir sus promesas de mayor libertad y bienestar y aguardaron acontecimientos. Castro se definía entonces como socialdemócrata, no tardó en quitarse la careta, en 1961 proclamó el marxismo en la isla convirtiéndose en el primer país socialista de América. Cuba era un país estratégico para la geopolítica y el nuevo orden surgido de la Segunda Guerra Mundial. En plena Guerra Fría, con Estados Unidos y la extinta Unión Soviética mirándose de reojo constantemente, Fidel no lo dudó, puso en almoneda a la deseada Perla del Caribe que pasó de ser cuasi colonia americana a base militar soviética. Los nuevos aliados se comprometían a cubrir el presupuesto de Cuba y a proveer a los isleños de los productos necesarios para vivir. Al final, la mitad de la mitad y los cubanos más que a vivir, se dedicaron a sobrevivir. Comenzó la desbandada, el que tenía algo que perder, dólares, propiedades, hacía las maletas y se largaba, mayormente para Miami. Fidel entró en pánico y cerró las fronteras. Prohibido salir de Cuba. Sólo aquellos que poseían otra nacionalidad y eran reclamados por sus países de origen conseguían abandonar la isla convertida ya en la cárcel más grande del mundo. Era el caso de mis padres, en 1966 partíamos rumbo a España desde el aeropuerto de Rancho Boyeros, en las maletas siete kilos de ropa, ni un gramo más. En Cuba se quedaba nuestra casa, los ahorros de media vida, las joyas, los muebles y todo lo de valor. Nos íbamos con las manos vacías, todo pasaba a ser propiedad del gobierno castrista.

Ya en España y transcurridos los años suficientes para que uno se diera cuenta de lo que mis progenitores habían padecido, descubrí que la pesadilla no había concluido. A mi padre no le convalidaron los estudios y tuvo que ganarse la vida al margen de su profesión, supongo que fue duro pero nunca le escuché el mínimo lamento. A mi, cada vez que decía que era cubano, mis compañeros de clase me miraban mal, era un indeseable, un facha que había abandonado el paraíso comunista para vivir en la España de Franco. De aquella yo no sabía lo que era el bullying pero lo estaba padeciendo en mis carnes. Han pasado años, décadas y todavía hoy parece que me tengo que justificar ante algunos elementos de izquierdas por no haber aceptado la tiranía de Fidel Castro y malvivir en un país marcado por la miseria moral y humana, por la falta absoluta de libertad, por carecer de lo más básico, donde 57 años después se mantiene la cartilla de racionamiento, un país en el que si a las cinco de la mañana alguien llama a tu puerta, no es el lechero, como decía Churchill, si no la policía secreta de Castro, el G2, que viene a detenerte y a encerrarte en una mazmorra por cualquier insospechada razón. Acaso por ello en la Cuba de Fidel lo único que se ha incrementado sustancialmente es el número de cárceles, doscientas en números redondos, frente a las quince de la época de Batista.

No voy a mentir, llevaba años deseando la muerte de Fidel Castro, me imaginaba ese día descorchando una botella de champán y celebrándolo por todo lo alto. Ese día ha llegado y sin embargo ni he descorchado el champán ni he celebrado nada. Mis padres están muertos y los escasos familiares que se quedaron en la isla, también. Fidel se ha ido sin pagar por sus crímenes, por tanto dolor causado a millones de cubanos y su hermano Raúl sigue mandando sobre vidas y haciendas en mi querida Cuba. Al tirano le sucede su hermano, más sanguinario si cabe. Nada cambia, ni siquiera el eslogan de la revolución. «Patria o muerte, venceremos». Si, nos han vencido, a los cubanos de la isla y a los que vivimos fuera. Nada hay que celebrar. Me consuelo escuchando a Celia Cruz... «de La Habana hasta aquí hay una corriente que a mi me llama...».

Manuel Casal, periodista.

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