De la ilusión al desencanto

No creo que fueran pocos los márgenes de esperanza que nuestro país vivió en la segunda mitad de los años setenta. Se había dado el difícil paso de un régimen definido como democracia orgánica, con tintes claramente autoritarios, a otra anunciada como pluralista y de partidos. Lo fundamental es que el tránsito se había producido fundamentalmente basado en lo que Julián Marías ha llamado noluntad. Es decir, una sociedad nacida y fomentada en decenios anteriores que rechazaba todo tipo de extremismos, revancha o aventuras peligrosas que pudieran cuestionar lo ya ampliamente conseguido. Se asumía la Transición respetando todas las ideologías y orientada al consenso. Algo bastante diferente es lo que vino después.

Pues bien, en nuestros días estimo que la inicial esperanza se ha evaporado y que, en su lugar, lo que padecemos es una penosa situación de desencanto.

Lo cierto es que a poco que se conozcan los medios de comunicación, las encuestas objetivas o, simplemente los entornos respectivos con mínimas dosis de meditación crítica, si ello ocurre, resulta sumamente difícil el optimismo. Por el contrario, lo que nos rodea es alto grado de desilusión. Habíamos cogido tarde el tren de la modernidad, casi siempre sentados en el banco de la estación de nuestro pasado: lo que fuimos.

De la ilusión al desencantoLógicamente este actual desencanto tiene causas y resultados. Valgan algunos ejemplos:

Primero. La posesión de un texto constitucional profundamente cicatero con la participación ciudadana. En las cuestiones secundarias y, sobre todo en las principales. Parece lo contrario, pero aquí pueden basarse no pocas de las manifestaciones que a diario pueblan nuestras calles con no muchos éxitos en el tema del orden y como consecuencias cada vez más peligrosas.

Segundo. La llegada de la partitocracia. Como es sabido, la actual Constitución vigente es la primera que asume y regula la existencia de partidos políticos. Lo hace, por demás en su artículo sexto con una fórmula harto solemne. Expresan el pluralismo político y son instrumento fundamental para la participación política debiendo ser democráticos tanto su estructura interna como su posterior funcionamiento. No parece desdichada la afirmación de que está presente un cierto interés de revancha. Lo cierto es la solemnidad del texto. Si hasta aquí serían pocos reparos al respecto, lo grave es lo que ha venido después. Los partidos se han olvidado de su inicial función y han invadido casi todos los ámbitos de la vida política y social. Partidos para todo y por encima de todo. La vía que la sociedad ha asumido es la pertenencia a un partido. Lo demás (valía personal, tradición, etc.) queda muy al margen.

Ocurre, además, que el número de partidos ha crecido notablemente, sin el requisito lógico de su ámbito de actuación o el solapamiento entre ellos. Con poderes mucho más evidentes que la obligación de estructura y funcionamiento democráticos. Lo importante es «hacer carrera». Ya se ascenderá.

La consecuencia es harto predicada. Hemos caído en la lamentable situación de partitocracia. Algo que daña la salud y la esperanza ciudadana. Algo que conlleva al desencanto.

Tercero. El desmadre de las autonomías. Quizá habría que empezar por la aparición del término nacionalidades, que nunca apareció clarificado. No se encontraba nada más que la necesidad de que todo fueran regiones. Ahora surgía el obligado compromiso de que unas partes concretas del territorio nacional eran más importantes que otras.

De aquí el curiosamente denominado Estado de las autonomías o de las comunidades autónomas. Ello llevó a la necesaria precisión de qué materias correspondían en exclusiva al Estado y otras a las citadas comunidades. Hasta aquí algo comprensible. Pero el mismo texto constitucional ya abre la confusión al proclamar, en el artículo 150,2, que habría casos en que se podrían transferir o delegar en las comunidades autónomas materias que poseían titularidad estatal. ¿Cuáles? todas o ninguna. Y aquí también el punto de partida de todas las apetencias autonómicas. Según el momento, la circunstancia histórica o, según el argumento de «esto o vamos a más».

Es decir, el tema autonómico quedó abierto y así continúa. Con dos consecuencias previsibles. Por un lado, unas comunidades han obtenido más que otras, rompiendo otro precepto constitucional. Por otro lado, la poco meditada reflexión de que aquí el asunto no tenía fin. Muy por el contrario, las favorecidas con más competencias sencillamente desean ir más allá. El tema autonómico no ha solventado el problema. Con una consecuencia añadida: las apetencias y hasta los logros ya hechos realidad, lo que está produciendo es una evidente disminución del Estado mismo.

Cuarto. Corrupción y violencia. Es bastante probable que estos dos lastres indudablemente están vigentes en la situación actual y que pesan con fuerza a la hora de hablar de desencanto. El ciudadano normal y corriente está padeciendo cada día noticias y comentarios de ambos supuestos. Esto puede resultar válido en los momentos de la Transición dado el supuesto precedente. Pero ello, obliga a generalizar una educación política en todos los niveles de la sociedad. No ha sido así, ni mucho menos. Han desaparecido los valores, según oímos a diario. No es así, este estilo de democracia que vivimos también tiene y fomenta lo que, si se desea, pueden llamarse «disvalores».

Ambos tropiezos no han nacido exnovo. Por supuesto, hay precedentes en los dos casos. Por supuesto hubo corrupión. Y la violencia llegó a tener una revista expresamente denominada «El Caso». Pero lo que no se vivió fue la actual hemorragia de actos violentos. En este punto, la actuación de los medios de información es nula o casi nula. Hay programas y series televisivas en las que lo predominante es el uso de violencia y de mal gusto en el empleo del lenguaje. No se olvide que todo ello tiene muchísimos espectadores mayores y menores.

Tema grave y pendiente que llegan, en algunos casos tanto la frase de «esto no pasaba antes» cuanto al desprecio radical de los medios que debían ser órganos de socialización política, de educación política de los ciudadanos.

Quinto. Las invasiones disfuncionales. Posiblemente uno de los defectos más evidentes en la opinión ciudadana, algo que se refleja en las penosas encuestas.

Hemos visto el reconocimiento constitucional en el que se fijaba la función fundamental de los partidos. Los mecanismos electorales, en tiempo y forma, constituyen el lugar más apropiado. De igual forma la exigencia de funcionamiento democrático.

En este punto habría que distinguir entre el contexto anglosajón, donde los partidos casi no pasan de ser máquinas electorales, y los países europeos en los que la democracia parece pedir algo o mucho más. Es la herencia de históricas revoluciones que, además de máquinas, se habla de talantes democráticos requeridos por doquier.

No es el momento de distraernos en lo que, al decir del gran maestro, constituye «la esencia de la democracia»: participación, control y posterior responsabilidad que lleva al recambio.

Hay que recordar que el principio democrático no es el único a la hora de la legitimación. Está la legitimidad hereditaria en el terreno de la monarquía. Debe prevalecer la meritocracia en el educativo. Es imposible pensar en un ejército sin el supuesto de la obediencia. Si no es así aumentará el desencanto.

Manuel Ramírez, Catedrático de Derecho Político.

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