De la ilusión política a la desilusión

En el año 1993 publiqué un libro con este título: La ilusión política. Como subtítulo figuraba la siguiente pregunta: ¿Hay que reinventar la democracia en España?. Lamentablemente lo que hace 17 años era una cuestión abierta se ha convertido en un imperativo. La democracia, en la actual versión española, debe ser modificada. El día 12 de julio miles de españoles demostraron, en las calles y plazas de nuestras ciudades, que defienden los grandes principios del ordenamiento constitucional. Sin embargo, y dentro del sistema bien establecido, las deficiencias se advierten en varios componentes del régimen político. La forma en que se lleva a cabo la representación política resulta insatisfactoria. He aquí lo primero que, a mi juicio, hay que modificar.

La Ley Electoral no facilita, sino que obstaculiza, tanto la labor del Gobierno como la tarea de la oposición. Unos partidos pequeños, pero bien instalados en determinadas zonas de España, condicionan las decisiones de los grandes partidos nacionales. Además, el sistema electoral de listas cerradas ha contribuido a la transformación de los partidos políticos hasta convertirlos en partidos de empleados. Lo importante para quienes militan en un partido es conseguir un buen puesto en las listas cerradas y confeccionadas por quienes imponen la disciplina en la organización. Igual que sucede en las empresas privadas, el empleado fiel tiene su premio. Han sido archivadas las viejas teorías sobre los diputados con ideas propias.

No es fácil decidirse por otra legislación electoral. En todas se registran defectos. La que ha funcionado en Alemania me parece la menos mala. Concede dos votos a cada elector: con uno de ellos se pronuncia a favor de un candidato de distrito pequeño, al que personalmente conoce o puede conocer; con el otro voto apoya la lista presentada por el partido de sus preferencias, en circunscripciones más extensas. La mitad de la asamblea resulta formada por diputados o senadores de virtudes y defectos conocidos, cercanos al votante, y la otra mitad se integra por representantes de partidos que contribuyen a dar más cohesión al correspondiente grupo.

Otra deficiencia de nuestro sistema parlamentario la encontramos en toda su trayectoria histórica, con fases más o menos penosas. Me refiero al presidencialismo encubierto que empezó a funcionar como tal en el mismo 1978, al promulgarse la Constitución. Adolfo Suárez fue el presidente, tanto en el seno del Gobierno como en las Cámaras parlamentarias. Hasta que su presidencialismo real no entró en crisis y dimitió, el régimen marchó olvidándose de los instrumentos y recursos del parlamentarismo clásico. Igual sucedió con Felipe González y con José María Aznar. Y está sucediendo con el presidente Rodríguez Zapatero. Las cuestiones de confianza y las mociones de censura quedan prácticamente eliminadas de las potestades del Parlamento. Lo que en la realidad existe es un presidencialismo encubierto.

Y sin pretensiones de una enumeración exhaustiva de los motivos para la desilusión, hemos de señalar la ineficacia normativa, en determinados lugares, del artículo 3.1 de nuestra Constitución: «El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla».

Con una notable ignorancia de lo que es Cataluña y de lo que es el País Vasco, los políticos con poder se lanzaron, desde el inicio de la Transición, a reestructurar la organización territorial de España. Y se aprobó el Título VIII de la Constitución, dejando abiertas las puertas para que los independentistas amenazaran un día con utilizarlas. Se pecó de falta de conocimiento y de ingenuidad.

Ante el panorama de incógnitas que nos acucian, hay que reaccionar con los instrumentos que nos proporciona el texto constitucional. Debemos apostar por una democracia capaz de defenderse a sí misma. Y si el artículo 150.2 admite la posibilidad de que el Estado transfiera o delegue en las comunidades autónomas facultades correspondientes a materias de titularidad estatal, esa transferencia o delegación es susceptible de un recorrido en sentido inverso, o sea, recuperando el Estado las facultades que le son propias.

Y es competencia exclusiva del Estado, según el artículo 149.30 de la Constitución, dictar las normas básicas sobre la educación, regulada en el artículo 27, donde se precisa en su apartado 8 que «los poderes inspeccionarán y homologarán el sistema educativo para garantizar el cumplimiento de las leyes». Fue un error quitar importancia a la enseñanza que se impartiría en las distintas zonas de España. Salvo que el Estado asuma la inspección y homologación que le corresponde, la sociedad española estará integrada por ciudadanos a los que les dieron en las aulas escolares versiones distintas de la Historia de España, y en las que se sobrevaloraron los acontecimientos y los entornos territoriales próximos y se infravaloraron, o desconocieron, los sucesos y los monumentos históricos de otras regiones peninsulares. Y no se tendrá en cuenta lo que se proclamó el año 1812 en Cádiz: «El plan general de enseñanza será uniforme en todo el reino, debiendo explicarse la Constitución política de la Monarquía en todas las Universidades y establecimientos literarios, donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas».

En esa enseñanza que debería ser uniforme en todas las zonas de España, hay que recordar la vigencia de unos principios que dan fundamento y razón de ser a las normas constitucionales concretas. Así lo afirmó el Tribunal Constitucional en su sentencia sobre la ley de partidos políticos.

Repito: la democracia debe ser capaz de defenderse a sí misma. Una interesante resolución del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Eike Erdel contra Alemania, 2007) ha estimado que son suficientes las sospechas de que alguien puede atentar contra el orden democrático -dudas, desconfianza y recelos de una Oficina Federal- para aplicar al sospechoso la dureza de la ley. Confiemos, pues, en que Batasuna no será allí amparada.

Son más las causas de la presente desilusión política. El pluralismo informativo no se consigue, los sindicatos fallan, los gastos de las campañas electorales resultan excesivos, desproporcionados, la corrupción nos invade. Se palpa por doquier una crisis de los valores, la globalización rompe el Estado nacional soberano.

Consideración especial tiene que darse a la corrupción en el ámbito de la ordenación del territorio, con calificaciones y recalificaciones urbanísticas para beneficio de quienes dominan los ayuntamientos. Se piden ahora leyes estatales para la regulación del suelo y de otros recursos y servicios esenciales, siguiendo una orientación contraria a la que tomó el Tribunal Constitucional en su Sentencia 61/1997, con el precedente de la 118/1996, una de las sentencias, aquélla, la más extensa de las habidas (272 páginas del tomo XVII de la publicación oficial), donde se afirmó que «la competencia en materia de urbanismo pertenece sustancialmente a las comunidades autónomas, sin que en este supuesto pueda el Estado invocar título competencial alguno que le permita determinar qué instrumentos de planeamiento han de formular los ayuntamientos».

Las consecuencias de la marginación del Estado en materia de urbanismo están a la vista. El Estado tiene que recuperar la legislación supletoria que constitucionalmente le corresponde. La supletoriedad -hay que recordarlo- es una función del Ordenamiento estatal y esa función se cumple sin necesidad de habilitación de competencia de tipo alguno. Así lo establece el artículo 149.3 de la Constitución y así se deduce de la naturaleza y función del Ordenamiento estatal.

Este reforzamiento del Estado es necesario y urgente en una democracia avanzada, como pretende ser la española.

Hay que modificar, en suma, la manera democrática de acercarnos a los otros y a las cosas del entorno.

Manuel Jiménez de Parga, catedrático de Derecho Constitucional. Pertenece a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, y ex presidente del Tribunal Constitucional.