De la imposible santidad

Por Fernando García de Cortazar, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto (ABC, 02/09/06):

QUIZÁ nunca como hoy, después de un siglo borracho de crímenes, tenga tanta razón Léon Bloy, que escribió: «Sólo hay una tristeza, y es la de no ser santos». Quizá nunca como hoy, que respiramos una atmósfera de afanes justicieros, hayan cobrado tanto relieve humano estas palabras.

La reciente confesión de Günter Grass es una viva prueba de ello. Una más de esa tristeza. De súbito, quien cogió el diccionario alemán por el gaznate, despojándolo de la falsedad de las viejas palabras y limpiándolo con las carcajadas y furia de su prosa, quien gritaba pidiendo justicia y verdad contra los seguidores de aquel iluminado de gesto histriónico e invitaba a los hijos a que se pusieran las gafas maravillosas de sus novelas para ver al padre y a la madre bajo una sugestiva luz parda, rompiendo escaparates, chillando como monas en celo, haciendo que asustados ancianos barriesen letrinas con sus canas... quien, como ningún otro escritor alemán, se ha burlado y ha subvertido el muelle amnésico que se encontraba bajo los cimientos de la recuperación material de Alemania, revela ya anciano que él mismo ha sido incapaz hasta ahora de enfrentarse abiertamente con su más negro pasado. Que sus pasos también están manchados por la culpa y la vergüenza y la pulsión del olvido.

Hechos y traumas ocultos bajo los cielos wagnerianos de la Alemania hitleriana, pesadillas y sueños de entre los que brilla la doble S del uniforme que vistió Grass a los diecisiete años. Hechos y traumas cuya tardía revelación ha disparado titulares de prensa como el que sigue: «El moralista atrapado». Que podría completarse: prisionero de sus juicios. Porque Grass, que durante tanto tiempo denunció con voz atronadora los silencios privados y públicos con que la Alemania de Adenauer quería persuadirse a sí misma, a sus vástagos y a muchos otros de que todos los horrores y miserias de antaño no habían tenido lugar realmente, de que las cifras habían sido enormemente exageradas o de que nadie sabía nada de lo que estaba ocurriendo bajo las botas de los matones nazis, se ha descubierto a sí mismo recurriendo a esas mismas evasiones y silencios para velar públicamente su paso por las SS.

Hoy Grass soporta sobre su cabeza de león la pregunta que todos le hacen: bueno, bien, eras un muchacho, probablemente seas el símbolo de toda una generación, probablemente te convertiste en un acólito de Hitler llevado por el orgullo de la juventud, pero ¿por qué lo has ocultado sesenta años?, ¿por qué no afrontaste el pasado tal y como se lo exigías públicamente a tus conciudadanos? Como en una pesadilla tonta o un mareo súbito, el autor de El Tambor de Hojalata ha pasado, bruscamente, de ser un gran novelista y un referente moral de la izquierda europea a convertirse en un caso más del gran proceso que se le hace al siglo XX.

Y es que Grass no es el primero en verse acosado por los implacables ojos con los que hoy se interroga a las huellas dejadas por intelectuales y políticos en el siglo pasado. Los últimos años han traído otras escenas similares de personajes públicos expuestos en la picota moral. Hace no mucho tiempo Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, tuvo que ver cómo se le reprochaba su paso por las juventudes nazis a la edad de quince años. Kurt Waldheim, ex presidente de Austria y ex secretario general de la ONU, comprobó cómo de la noche a la mañana se resquebrajaba toda su carrera política cuando la prensa divulgaba unas fotos suyas calzando botas de oficial nazi. En 1998 los admiradores de Orwell descubrían en la primera página de un diario inglés la breve etapa del escritor como informador del Gobierno británico. De golpe, la vida y obra del autor de 1984 y Rebelión en la Granja quedaba reducida a un titular de prensa: «Icono socialista convertido en un delator». Hay algo inquietante en todo esto. Como si se quisiera convertir la memoria en olvido de todo lo que no es crimen. Vivimos en unos tiempos en los que la cólera, la rabia y la indignación tienen prestigio, y esa rabia e indignación están fascinadas por el pasado, no tienen otro objetivo que los crímenes y traiciones del siglo XX; no tienen otra causa que las generaciones de los mayores o las muertas. Vivimos en una tolerancia aparente, pero en plena inquisición oculta, que se manifiesta en una continua búsqueda de víctimas y verdugos, buenos y malos, y se alimenta de la explotación del sentimiento de culpa y la exigencia de arrepentimiento y reparación por los agravios reales, exagerados o inventados.

Ya sé que a nadie se quema, ya no se hacen autos de fe, pero se hace algo quizá peor: reducir la biografía y la historia a pura criminología. Un proceso que no reconoce prescripción alguna, ya que una vez se es marcado queda uno condenado para la eternidad. Un proceso abierto no para hacer justicia, sino para acabar con el acusado.

El fascismo y también el comunismo nos han impregnado más de lo que nos gustaría admitir, y ello se ve claramente en la forma de discurrir del nuevo inquisidor: el autoengaño, la costumbre de pensar que las atrocidades siempre las cometen los demás, los alemanes, los rusos, los fascistas, los comunistas... Nosotros, por nuestra parte, o bien no teníamos otra alternativa, o bien hicimos todo cuanto estaba a nuestro alcance.

En España, por ejemplo, donde el odio sigue suelto por las escaleras, donde después de 1975 muchos empezaron a decir «yo estuve en tal y tal sitio», «yo milité aquí y allá», «yo pasé unas horas en una comisaría», «a mí casi me detienen en una manifestación», Camilo José Cela ha padecido bajo tierra un implacable proceso por su colaboración, durante la posguerra, con el franquismo. Un proceso del que tampoco pudo escapar en Francia el socialista Mitterrand, que vivió sus últimos días al frente de la República acosado por un coro de voces empeñado en recordarle su nada gloriosa colaboración con el régimen de Vichy. Como si todos los franceses hubieran estado en la resistencia desde el comienzo y todos hubieran cantado en alguna ocasión delante de algún alemán, con vibrante patriotismo, la Marsellesa. Como si todos hubieran actuado siguiendo el ejemplo de aquel prefecto de Toulouse, que se negó a hacer de lacayo de Vichy y, antes de firmar los documentos donde se ordenaba la deportación de los judíos hacia campos de concentración, dimitió de su cargo, y desapareció.

Decía Unamuno que todos llevamos dentro el infierno, y que éste es la hipocresía. Cuantos hoy alientan este espíritu de proceso y cual cristianos viejos en el siglo XVI se convierten en guardianes custodios de un nuevo concepto de limpieza de sangre deberían tener en cuenta una advertencia: hasta en el más gris empleado hay, oculto, un émulo del rey de Escocia dispuesto a traicionar para obtener pequeños beneficios. Todos somos Macbeth.

Con sus guerras, campos de concentración y dictaduras, el siglo XX desintegra a las personas, las consume, las desmenuza, las pisotea, y claro está, si ya de por sí es difícil descifrar el hechizo de sus terribles promesas, la voluntad de supervivencia enreda su historia aún más. Una cosa queda patente: la fragilidad del ser humano. Tema éste que late bajo las páginas de la última novela de Péter Esterházy, Versión corregida, en las que el novelista húngaro relata cómo su padre, al que había erigido un monumento literario en su obra anterior, retratándolo como un intelectual que se negó a doblegarse bajo el régimen comunista y a vivir su vida como un cadáver moral, no sólo había cedido ante ese ácido disolvente que es el tiempo en las dictaduras sino que además había informado como colaborador no oficial a la policía secreta húngara entre 1957 y 1980.

Hay, en efecto, una tristeza, y es que la historia y la vida de nuestros padres o nuestros referentes ideológicos no siempre son como nos hubiera gustado que hubieran sido. Todo, sin embargo, es mucho más complejo de lo que asegura el moralismo fácil de los inquisidores de la memoria histórica. Tampoco se trata de relativizar ni de disculpar nada. Quizá, tan sólo, de tener la honestidad de no mentirse a uno mismo y el valor de reconocer que la indignación y el afán justiciero pueden ser también un instrumento de la censura y el despotismo, y también del olvido.