De la indignación a la ira

Pero, ¿tú estás a favor del escrache o en contra?”. Estoy seguro que no soy el único al que, en las situaciones más variopintas, durante las últimas semanas, le han urgido a dar un sí o no ante esta pregunta. Sí o no, rotundos, y sin matices. Se diga lo que se diga, todo se valorará en función de esa primera respuesta. Los clásicos, a este particular tipo de trampa dialéctica la denominaron falacia de petición de principio.

Se habla mucho de la judicialización de la política, y es un hecho. Pero es igualmente nociva la judicialización de la opinión política. Se espera que la opinión política sea, a cada paso, un juicio que apruebe o condene el acontecimiento que sea. Y, en los juicios, no valen medias tintas: o inocente o culpable. No se condena como medio inocente o medio culpable a nadie. Y, sin embargo, la opinión política, más que un juicio así, debería ser un análisis: más que una proclamación de acuerdo o condena, un intento de comprensión. Vale para esto lo que siempre decía el comisario Maigret: “Yo no juzgo, sólo observo y saco consecuencias”. La prisa por juzgar nos impide comprender. Es cierto que es más cómodo aprobar o condenar que comprender: porque comprender siempre implica introducir matices, situar contextos, explorar las causas, pensar el acontecimiento desde dentro, no como pequeños diosecillos que se lo miran todo como si nada fuera con ellos.

Y, ante el llamado escrache, sucede algo así. Las prisas por aprobar o condenar impiden que se pueda pensar lo que sucede. Pues sucede, y no porque sí. Existen causas y contextos que deben ayudar a pensar este fenómeno, nuevo aquí, y ciertamente inquietante, para intentar comprenderlo. Un juicio que renuncie a la comprensión ni a juicio llega.

Condenarlo sin más equivale a ignorar que nuestra democracia se ha articulado de tal modo que los representantes políticos no están obligados a dar cuentas ni a responder de sus decisiones políticas ante aquellos que los han votado. Pensar que eso ya sucede cada cuatro años es tener una concepción bastarda de lo que son las democracias modernas. Piénsese, por ejemplo, en sistemas más maduros democráticamente que el nuestro, como el estadounidense, en el que los representantes políticos son continuamente interpelados y deben rendir cuentas a diario ante sus electores. Aquí es como si los representantes políticos tuvieran un talón en blanco de cuatro años de validez. Por otra parte, el anquilosamiento del parlamentarismo partidista que obliga a la disciplina de voto impide que cada parlamentario pueda tener opinión propia, de acuerdo con las tendencias de sus votantes, ante cuestiones espinosas.

Y, recíprocamente, admitir la normalidad del escrache sin reservas castra también la posibilidad de evaluar la dimensión violenta de una acción como esta y, sobre todo, el peligro de que se generalice, ante cualquier cuestión política, como una forma de presión sobre los representantes políticos. ¿Apoyar la legitimidad del escrache contra los que se oponen a una reforma legislativa como la promovida por la ILP no equivale a admitirlo, pongamos por caso, para otro sector del electorado, contra aquellos que están a favor del matrimonio homosexual o del aborto? ¿Con qué criterio que no sea el de la ideología propia se puede avalar uno y condenar el otro?

Y, sin embargo, más allá de estas cuestiones dialécticas, hay algo que, a mi juicio, debería tenerse en cuenta: la transformación de la indignación en ira. Mientras que la indignación es genérica y, en cierto modo, abstracta, porque es contra una situación o un estado de cosas, la ira, como ya vio Séneca, tiene siempre un destinatario preciso, singular. Haber pasado, por efecto de una crisis que está condenando a miles de personas y familias enteras a una precariedad extrema, de la indignación a la ira es haber dado un salto cualitativo sobre el que, pienso, no se ha reflexionado demasiado. Se caricaturizó a los indignados, en el ámbito del análisis, y se les ignoró políticamente. Con ello, como es obvio, no se resolvió el problema que originaba la indignación, y ahora esta reaparece como ira. No hace falta tener excesivos conocimientos de sociología urbana para saber que la violencia es la tercera fase. Basta recordar lo que sucedió en las banlieues francesas o en las revueltas de Londres. Harían bien los responsables gubernamentales en tenerlo en cuenta. Condenar los escraches sin reflexionar sobre las causas que lo están provocando, igual que sucedió antes con la indignación, es poner a la sociedad a las puertas de un destino que, ahora, no es inevitable.

Por otra parte, debe tenerse en cuenta, como nos enseñó Aristóteles, que la ira no es una pasión ciega, sino que, en cierto sentido, escucha y sigue a la razón. Y que, por tanto, hay en ella algo de razonable. Peter Sloterdijk, en uno de sus ensayos más brillantes, Ira y tiempo (2006), recordó que ira fue la primera palabra de la tradición literaria europea, pues con ella empieza el primer verso de la Ilíada: “La ira canta, oh diosa, del Pelida Aquiles...”. Con aquella ira, recuerda Sloterdijk, empezó todo en Occidente: fue “la primera llamada de nuestra tradición cultural”. Por ello no extraña que Aristóteles la considerara como algo beneficioso para el ser humano, siempre y cuando se dirija contra una situación injusta.

Las fuerzas emancipadoras de la modernidad supieron extraer beneficios políticos de la ira frente a situaciones injustas. ¿Podremos ignorarla hoy, amparados en la comodidad de la vacua condena?

Xavier Antich

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