De la leche cruda al Brexit: por qué se necesita una política pública para la ciencia

La Generalitat de Cataluña acaba de dar luz verde a un controvertido decreto por el que se regula la venta de leche cruda de vaca. De nuevo se comercializará sin esterilizar o pasteurizar, algo que fue prohibido en 1990, ya que podía suponer un riesgo para la salud. Ahora, casi tres décadas después, podrá volver a comprarse en Cataluña. Se da, de esta manera, cobertura oficial a esa opinión popular según la cual la pasteurización –un proceso que ha salvado miles de vidas- le resta poder nutritivo a la leche, está detrás de numerosos casos de intolerancia a la lactosa y alergias. Sin embargo, no hay evidencia científica alguna de que la leche cruda reporte más beneficios a la salud que la pasteurizada. Más bien al contrario, los peligros de beber leche no pasteurizada son muy significativos, como señala un estudio de la Universidad Johns Hopkins.

No importan las evidencias científicas. Lo que importa es la sensación que tienen los ciudadanos sobre un hecho determinado, en este caso el consumo de la leche cruda de vaca. Y no es una mera anécdota, ya que enlaza directamente con ese fenómeno tan de moda: la posverdad.

Lee McIntyre, en su libro Post-Truth, señala, de hecho, que el origen de la posverdad se encuentra en la negación de la ciencia, y pone como ejemplo la campaña lanzada por empresas tabacaleras en los años 70, en la que a través de la contratación de expertos se afirmaba que no existía relación entre el consumo de tabaco y el cáncer. Una campaña en la que “la duda era el producto” y que se ha repetido con cierto éxito para crear incertidumbre en torno al cambio climático, la teoría de la evolución, las vacunas o los transgénicos.

Lo sucedido con el Brexit en el Reino Unido y con Trump en Estados Unidos, pero también en otros países y en torno a otros debates, ha terminado de llevar a la agenda pública este concepto de era de la posverdad o era posfactual. Un tiempo en el que no importa que un hecho sea verdad o mentira, sino lo que los ciudadanos sientan hacia ese hecho. Da igual si el relato sobre la inmigración y la criminalidad de Trump se basa en datos que lo respaldan, y carece de interés que el relato sobre la salida de Reino Unido de la Unión Europea que hizo Nigel Farage durante el Brexit fuese más que discutible. Lo sustancial es lo que los ciudadanos británicos y americanos sienten hacia los migrantes y hacia Europa, respectivamente.

El fenómeno ha pasado de ser un término periférico a ocupar el centro del debate público, cobrando tanta fuerza que en 2016 el término posverdad fue declarado como palabra del año por el diccionario de Oxford.

Ahora el fenómeno ha cobrado una especial importancia por la irrupción de las nuevas tecnologías, de manera que bots, plataformas digitales e inteligencia artificial están contribuyendo a incrementar el impacto y la velocidad de propagación de una nueva forma de posverdad: las fake news o noticias falsas.

Gracias a la revolución tecnológica, los ciudadanos han pasado de ser receptores de información, a ser protagonistas del proceso de comunicación. La generalización del móvil y la democratización de internet han generado un nuevo paradigma de comunicación que indudablemente afecta también a la ciencia.

La Encuesta de Percepción Social de la Ciencia de FECYT apuntaba que en 2016 casi el 60% de los ciudadanos accedían a la información sobre ciencia y tecnología a través de internet. El porcentaje ascendía al 82% cuando se trataba de jóvenes de entre 18 y 25 años. Y más del 40% lo hacía a través de las redes sociales.

Es capital tener en cuenta el impacto de las noticias falsas en el consumo de la información. Los datos del reciente Eurobarómetro sobre noticias falsas señalan que los españoles somos los europeos que menos capaces nos sentimos a la hora de identificar una noticia falsa. A esto tenemos que añadir que además, una noticia falsa tiene un 70% más de posibilidades de ser compartida.

La pérdida de confianza de los ciudadanos

Desde que comenzó la crisis en 2008 se vienen registrando en todo el mundo en general, y en España en particular, niveles bajos de confianza social en las instituciones y de satisfacción con el funcionamiento de la democracia. La corrupción ocupa el segundo puesto del ránking de preocupaciones sociales, según el barómetro de marzo de 2018 del CIS. Este deterioro de la confianza ciudadana ha afectado no solo a instituiciones y gobiernos sino también a empresas, medios de comunicación y organizaciones.

La ciencia también se ha visto afectada por esta tendencia. Vivimos tiempos en los que los avances tecnológicos y científicos se suceden a una velocidad de vértigo. Esto está generando miedo, e incluso rechazo, por parte de determinados sectores de la ciudadanía, a ciertos desarrollos científicos y tecnológicos, desde los transgénicos, pasando por las vacunas, hasta la inteligencia artificial.

En 2010, la revista Nature publicó un editorial en el que se advertía que se estaba produciendo una crisis de confianza ciudadana en la ciencia, que podría tener serias repercusiones sociales y políticas. Hace poco, esa misma revista publicó un artículo que denunciaba que más de la mitad de los estudios tienen problemas de reproducibilidad. Incluso el propio Comisario Europeo de Ciencia e Innovación, Carlos Moedas, en un reciente discurso sobre el mundo posfactual, ha señalado que la integridad de la ciencia está siendo cuestionada por lo que es urgente crear espacios de confianza entre ciencia y sociedad para asegurar el progreso de la humanidad.

La desinformación, junto con la pérdida de confianza en la ciencia, ha llevado a la Comisión Europea a mostrar su preocupación por el impacto social y político de las noticias falsas y a crear un grupo de expertos que ha advertido que este creciente proceso de desinformación está poniendo en riesgo los valores democráticos.

El valor público de la ciencia

Desde los centros políticos de decisión nos encontramos ante el reto de acercar, tanto a los ciudadanos a la ciencia como a los científicos a la sociedad, a través de una mayor participación ciudadana y de distintas redes de grupos de interés. Necesitamos implementar una política pública, en la que los recursos sean utilizados para incrementar el valor de la ciencia. Teniendo en cuenta el concepto de valor público de Mark Moore, tenemos que ir más allá de un enfoque basado en los impactos monetarios y debemos incluir los beneficios sociales percibidos por los ciudadanos.

Nuestro objetivo tiene que ser el de crear una política pública que haga frente a los desafíos de la era posfactual para lograr una sociedad más responsable y democrática, capaz de tomar mejores decisiones. Para conseguirlo necesitamos establecer una hoja de ruta que coordine distintos esfuerzos:

El primero de ellos no puede ser otro que Incrementar la educación científica y alfabetización digital. La educación científica debería ser un componente esencial de un aprendizaje continuo para todos desde las etapas más tempranas, pero siempre abordando las desigualdades socioeconómicas y de género en el acceso a la misma.

Otro de los puntos esenciales es generalizar el acceso abierto a los datos y conocimiento generado con dinero público. En un momento en el que la información circula libremente por internet, tenemos la obligación de poner en marcha mecanismos que garanticen el acceso libre y gratuito a los datos y el conocimiento generado con dinero público. Para ello, además de poner en marcha las herramientas tecnológicas necesarias, tenemos que formar y educar a instituciones e investigadores.

Además, hay que incrementar los procesos de participación pública a través del fomento de la ciencia ciudadana y las políticas públicas basadas en evidencia. Tenemos que poner a disposición de los ciudadanos mecanismos que faciliten desde su participación en los procesos de ciencia hasta su implicación en la agenda y en el codiseño de políticas relacionadas con la ciencia y tecnología.

Los científicos deben explicar los resultados y procesos de su investigación a los ciudadanos, pero también a los decisores políticos para que sus decisiones sean más informadas a la hora de diseñar las políticas públicas. Hoy más que nunca la ciencia tiene un papel fundamental a la hora de resolver nuestros retos sociales y tecnológicos. Todo parece indicar que la ciencia y la innovación europeas estarán orientadas a resolver problemas concretos a través de misiones interdisciplinares, colaborativas y basadas en resultados.

Por último, necesitamos fomentar conductas éticas y la integridad investigadora en investigadores e organismos públicos de investigación y universidades. Los investigadores deben ser honestos sobre las limitaciones de la ciencia, tienen que explicar a la ciudadanía la foto completa de hasta dónde llega y no llega la evidencia científica. Para ello necesitamos incorporar la ética y la integridad investigadora en la formación de investigadores, en los cursos predoctorales y en las buenas prácticas de las instituciones de investigación.

Como afirma Lee Mcintyre en su libro Prost-Truth, la posverdad no trata sobre la realidad, trata de la manera en la que los ciudadanos reaccionamos a ella. Trata sobre la decisión de cada uno de nosotros, que determina cómo reaccionamos a ella. Por eso, los poderes públicos necesitamos poner a disposición de la ciudadanía todos los recursos posibles para que tomen las mejores decisiones, informadas y responsables

La administración pública tiene que crear espacios de confianza entre ciencia, políticos y ciudadanos con el objetivo de crear una sociedad más informada y responsable. La educación científica, el acceso abierto a los datos y al conocimiento, la ciencia ciudadana, el impacto social de la ciencia, la consideración de la evidencia como un elemento fundamental para la elaboración de políticas o el fomento de la integridad y la ética investigadora son instrumentos que van a permitir luchar contra la desinformación.

El reto fundamental es la coordinación de los esfuerzos de distintas áreas de la administración del Estado bajo esta misión común y la puesta en marcha de un sistema de incentivos que haga caminar a todos los agentes implicados en la misma dirección.

Entre todos necesitamos construir una sociedad que acabe reconociendo que la verdad siempre importa más que una realidad construida, por muy atractiva que esta sea. Si no atajamos el problema, solo nos quedará lamentarnos por la leche derramada.

Raquel Saiz es coordinadora de Ciencia e Innovación Responsable en FECYT.

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