De la nación y de la leyenda negra en la historia de España

En la noche del 19 al 20 de diciembre de hace veinte años fallecía a los 75 años don José Antonio Maravall, uno de los grandes historiadores de la segunda mitad del siglo XX que, junto con su gran amigo y mi querido maestro don Luis Díez del Corral y el muy recordado y entrañable don Luis García de Valdeavellano, formaron un departamento de historia irrepetible y pionero desde los años sesenta en la historia de la historiografía española. Los tres fueron académicos de la Historia y maestros de varias generaciones de historiadores; para sus discípulos fue un privilegio estar cerca de ellos, tanto por su talento y su rigor como por su humanidad y generosidad, cualidades que los tres compartían con sus diferentes estilos y su personalidad insustituible.

Ya en el décimo aniversario de su muerte, en 1996, se dedicaron varias páginas en este periódico al recuerdo de Maravall. Su encuentro con Ortega y, más tarde, con Ramón Carande, impulsaron su vocación apasionada por la historia. Catedrático de historia del pensamiento político español, «maestro de libertad y de europeísmo», comprometido siempre con la civilidad y la proyección de lo que significaba España y su historia; autor de una treintena de libros y más de doscientos artículos, obra de fuerte impacto en la comunidad científica nacional e internacional, Maravall sigue estando entre nosotros tanto objetivamente en la continua publicación de sus obras principales y de la estela de su influencia en la historiografía, como en el recuerdo muy cercano y muy querido de los que tuvimos la inmensa suerte de estar muy cerca de él hasta los últimos instantes de su vida.

De su inmensa obra, hoy querría traer al recuerdo su continuada lucha contra los estereotipos hispánicos, procedentes muchos de ellos de una historizada leyenda negra e interiorizados con asombroso entusiasmo por los propios españoles. Ya decía también su coetánea María Zambrano que «los españoles tienen historia a pesar suyo; no la viven, no se entregan a ella -estimaba- con la consecuente docilidad del europeo y especialmente del francés (...) profundamente dócil a su historia, bajo la cual vive maravillado (...) (los españoles) no se doblegan a la historia... entienden la historia como sombra, como culpa solamente...» Maravall, que estimaba mucho a María y había compartido con ella una Misión Pedagógica por la Serranía de Ronda, compartiría también esta apreciación y creo que, en un momento de confusión como el presente, ante el maniqueísmo de un intento de legislar desde la política lo que ha sido la historia, seguiría insistiendo en la necesidad de conocer el pasado sin caer en reduccionismos simplistas y muy peligrosos, ya que buscan la división social, la deslegitimación de los otros que no piensan igual y desde luego el afianzamiento en el poder a costa de lo que sea. Y todo reduccionismo histórico está inevitablemente apoyado en tópicos y estereotipos perversos que dividen a los seres humanos en «buenos y malos», y a la compleja realidad histórica en una especie de cómic personal o familiar narcisista. No son ni mucho menos inofensivos.

«Los estereotipos que funcionan dentro de un país -escribió Maravall en una lúcida monografía Sobre el mito de los caracteres nacionales, en 1963-, sobre sí mismo y sobre los demás, son producto de ideologías y un arma en manos de los grupos comprometidos en la defensa de éstas, un arma en la lucha política (...) Cabe sospechar si el mito de la bravura y del desprecio a la vida formulado como estereotipo nacional se apoya en intereses belicistas; si el del fideísmo y antiracionalismo, en intereses clericales (...); o el de la sobriedad y los valores de la vida dura y áspera, en la política de bajos salarios, etc., etc. Y vemos que la izquierda española se ha incorporado estereotipos de esta naturaleza casticista. Hoy, en general, la apelación al «carácter nacional» y el uso de estereotipos en la política, es una manifestación de sociedad quietista, estática, sirve a una ideología conservadora, cerradamente tal». Hoy podríamos añadir, por nuestra parte, que la vuelta, como ya se escribe en alguna prensa internacional, al enfrentamiento entre españoles, con los intentos de ruptura del consenso logrado en 1978 y la resurrección de las víctimas guerracivilistas, no obedece tampoco a ningún específico «carácter nacional español», sino a una política determinada desde el poder y desde grupos políticos concretos con fines prácticos e ideológicos. No es la España goyesca de las estacas como imagen inmóvil de la incapacidad de convivir, sino la coyuntura política que exacerba las pasiones humanas del rencor y la revancha. Algo muy diferente.

Maravall siempre combatió, desde el rigor y la investigación historiográfica, los tópicos de la singularidad que pudieran apartar a España del resto de Europa. Todavía le recuerdo regocijado en el relato de una de sus intervenciones en un congreso internacional sobre la picaresca y sobre el mito de la pereza congénita del hispano -que le haría huir siempre del trabajo-, cómo contaba haber rastreado en fuentes inglesas y francesas las mismas condenas y juicios estereotipados cuando se daban condiciones y épocas similares a las que se produjeron en la España del barroco y cómo las expuso ante sus colegas. Ese huir del trabajo y sobrevivir como se pueda estaba relacionado -como escribió en su momento- con unas condiciones sociales y económicas que fomentaban que una parte de la población, «como ya dijera Sancho de Moncada», está abocada al ocio forzoso; sencillamente, si no trabajan es porque no se puede o, si se puede, los salarios son tan bajos que «los que trabajan están en mayor penuria que los dados a la vagancia». El lugar común de la «hormiga trabajadora» no sólo, pues, se aplicaba en contra de los españoles, sino que, según las épocas, se encontraba en múltiples fuentes francesas e inglesas contra sus propios nacionales. Y las citas, por ejemplo, hacia 1620, se multiplicaban sobre el tópico de que «los ingleses son perezosos por naturaleza y se pasan la mitad del tiempo tomando tabaco». Siempre dispuesto a revisar lo que se daba por establecido y abierto a toda nueva aportación investigadora en cualquiera de las prolíficas ramas historiográficas, Maravall citaba con entusiasmo «un artículo de Gonzalo Anes en el homenaje a Caro Baroja» en el que Anes combatía el tópico de la depresión agraria de Castilla en el siglo XVII: «Anes señala que lo que hubo fue una serie de reajustes, de adaptaciones, de nuevos cultivos sustituyendo a los antiguos, de manera que hubo cambios de cereal, por ejemplo; es decir, que donde se plantaba trigo se vio que podía rendir más plantar centeno, o viceversa, y lo mismo pasó con la lana y con el aceite y con el vino y probablemente con el manufacturado». El resultado fue una reorganización de la producción con la población, abandonándose las tierras más pobres y más alejadas del intercambio de las ciudades. Por tanto, ¿decadencia? -se preguntaba Maravall-, sí claro, las Universidades están decaídas, la agricultura está decaída, etc., pero lo cierto es que España, durante todo el siglo XVII, estuvo abasteciendo y pagando a unos ejércitos de burócratas en todo el planeta, que es increíble, y que demuestra que algo hay querevisar ahí... Yo creo que se ha exagerado, efectivamente, respecto a la depresión o decadencia real del país. Lo que sí es cierto es la conciencia de crisis que tienen los propios contemporáneos. Mi tesis -argumentaba lúcidamente Maravall- es que «históricamente no cuenta de una manera directa e inmediata la crisis económica, sino que tenemos que fijarnos en la crisis social. Y la crisis social es el espectro de angustia, de inseguridad, de temor, de pérdida, de amenaza, que la crisis económica provoca». Incluso cuando ha pasado, recalcaba Maravall, pues las creencias, las mentalidades, van generalmente por detrás de los hechos.

Si me he permitido tan larga cita, es desde luego en homenaje de nuestro recordado José Antonio Maravall para ilustrar, a través de un ejemplo histórico concreto, cómo la historia rigurosa deshace los estereotipos, pero también como los seres humanos seguimos persistiendo en ellos por esa mezcla de comodidad y «pereza natural» que perturbaba a muchos ilustrados y a muchos historiadores. Y que en el caso de la política entrometiéndose directamente en lo que ha sido la historia, responde asimismo a intereses muy concretos. Luchar contra ciertos tópicos es tarea de todos para poder convivir y progresar históricamente. Maravall como maestro nos dio el mejor ejemplo.

Carmen Iglesias, de las Reales Academias Española y de la Historia.