La víspera de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, me llamó la atención un titular de The New York Times que decía: “Detrás de la ira electoral podría haber algo más: el duelo persistente por la covid”. Explican los autores que “la pandemia trajo un dolor inmenso por la muerte de seres queridos, los funerales de amigos y las celebraciones perdidas. Hubo enormes consecuencias económicas y sociales para todos”. Los jóvenes no tendrán una segunda oportunidad “para los años de la secundaria o la universidad arruinados por la crisis”. La reverenda Amy Greene, directora de cuidado espiritual de la Cleveland Clinic, un centro médico académico sin ánimo de lucro, sugiere que “gran parte de la rabia, la angustia y la animosidad” que prevalece en la población en este momento es “un duelo no procesado”.
Llevo un tiempo pensando que una parte de la creciente crispación e intolerancia que observamos en muchos lugares del mundo —no solamente Estados Unidos— obedece a un malestar difuso provocado por las distintas pérdidas que experimentamos durante la pandemia y a las que se superponen, huelga decir, las experiencias de guerras y catástrofes naturales previas y posteriores. Fueron tres años de los que ya no hablamos, como tampoco lo hicieron (o muy poco) los candidatos a la presidencia de Estados Unidos; ni siquiera para criticar sus respectivas gestiones de la emergencia sanitaria o examinar sus consecuencias económicas y sociales hoy.
Como ha sucedido con otras experiencias traumáticas en el pasado, puede que estemos inmersos en una suerte de amnesia colectiva que nos permite seguir adelante como si nada, al mismo tiempo que nos impide hablar públicamente de lo vivido durante esos años y reconocer sus secuelas. Existen cada vez más estudios sobre las consecuencias psicológicas que tuvieron en diferentes grupos sociales y de edad la pandemia y las medidas de distanciamiento social que se implementaron para mitigarla. Hay también cada vez más investigaciones sobre el impacto que tuvieron el cierre prolongado de los centros educativos y el cambio, súbito en muchos casos, a modelos de enseñanza digitales o híbridos sobre el aprendizaje y la maduración de los estudiantes. Pero más allá de estas aproximaciones fragmentadas, generalmente restringidas al ámbito académico y de análisis de políticas públicas, no existe un reconocimiento público y un debate más amplio sobre lo que significó suspender los cauces y ritmos habituales de la vida en todo el mundo por meses y años. Tampoco acerca de los efectos a medio y largo plazo sobre la salud mental de la población global del miedo y la incertidumbre sostenidos en el tiempo. Quizá estemos demasiado cerca aún para afrontar la fragilidad a la que nos retrotrae evocar lo vivido y sentido durante los años de la covid.
Argumenta la reverenda Greene que “el duelo para algunas personas es más aterrador que la ira, porque la ira nos hace sentirnos a la defensiva, como si estuviéramos haciendo algo, y el duelo es sólo vulnerabilidad, algo que no le importa a nadie más“. Si la tristeza es pasiva, la ira es acción; se puede dirigir contra algo o alguien, desde el amigo o familiar no vacunado hasta el adversario político o las mismas autoridades.
La polarización, la desinformación y la desconfianza en las instituciones estaban con nosotros antes de la pandemia. Pero la experiencia de la crisis sanitaria, de los confinamientos y otras medidas de distanciamiento social ha contribuido a una sociedad más rota, de individuos más aislados y frágiles, más expuestos a un mundo virtual, crecientemente acelerado y caótico. “Hay una epidemia de soledad”, sostiene Schroeder Stribling, presidenta y directora ejecutiva de Mental Health America, una organización sin ánimo de lucro, en el citado artículo. “Ha habido mucho aislamiento y la pandemia contribuyó enormemente a eso. Hemos visto directamente cómo nos afecta el aislamiento: nos enferma”, añade. Junto a la ruptura de los procesos de relación, estuvieron la pérdida de la noción del tiempo y de nuestros referentes cotidianos. La sensación de que el mundo humano, tal y como lo conocemos, puede detenerse de un día para otro, sin mediar violencia física, fue una experiencia antropológica inédita. No sería extraño que haya dejado una huella mucho más profunda de lo que aparenta en nuestro inconsciente individual y colectivo.
Es comprensible que ese duelo no resuelto, esa tristeza convertida en ira, responda bien por un tiempo a las retóricas coléricas y actitudes agresivas que vemos proliferar ahora mismo, proporcionando en muchos un espejismo de alivio. Si atendemos al ciclo del duelo, es de esperar que en algún momento la ira se disuelva y regrese la tristeza. Con ella, la asunción de la pérdida, en este caso, el reconocimiento colectivo de todo lo que perdimos en los años de pandemia, cada uno a su escala y en su contexto, y cómo esos años cambiaron el curso de muchas trayectorias. A partir de este reconocimiento, es posible que entremos en una etapa más constructiva, de mayor sosiego y mesura.
Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente. oliviamunozrojasblog.com.