La revolución silenciosa: del Estado de derecho al Estado de los jueces es el sugerente título del trabajo que en 2014 publicó el profesor Bernd Rüthers y que ha abierto en Alemania un interesante debate. El objeto del ensayo es analizar cómo el sistema institucional se ha encaminado progresivamente y de forma silenciosa hacia un nuevo modelo en el que los jueces y magistrados han ido asumiendo una función cada vez más protagonista en la propia creación del derecho. La tendencia se puede apreciar también, y con mucha más intensidad, en otros países, como Italia o España.
El caso de España es todavía más acusado, aunque falta todavía un estudio sistemático similar que, según mi hipótesis, arrojaría conclusiones reveladoras de esta conversión silenciosa del Estado de derecho en un Estado judicial.
Los factores que lo están impulsando son, por una parte, la textura abierta del lenguaje de nuestra Constitución, que amplía el arbitrio judicial, así como el espíritu de nuestro tiempo, ferozmente crítico con la política e incluso con la democracia parlamentaria.
Lo dejó muy claro algún magistrado que ha liderado esta tendencia en España cuando justificaba con total desparpajo el activismo judicial en las “degradaciones partitocráticas del parlamentarismo” y en la “amortización del Parlamento como órgano de control”.
En lugar de corregir los errores y deficiencias de los partidos y del propio Parlamento (que no son pequeños), algún sector judicial y académico ha optado por arrumbar el Parlamento en el desván de la historia y confiar la garantía de nuestras libertades y derechos únicamente a jueces y magistrados. Es el Zeistgeist extremado que recorre sobre todo el sur de Europa.
La pandemia ha alentado esta deriva hacia el Estado de los jueces. La intervención de los tribunales es tan necesaria como inevitable ante la marea normativa de unos Ejecutivos motorizados que han tenido que promulgar, en un horizonte de incertidumbre, incontables normas que ahora van a tener que pasar por las manos de los jueces.
Posiblemente, la seguridad jurídica, sin la cual es una broma hablar de imperio de la ley, habrá sufrido más de un roce y tal vez alguna dentellada. Aclararlo y limpiarlo es la función de los jueces y magistrados en todo Estado de derecho. Pero es difícil alentar su protagonismo en otras direcciones sin poner en riesgo la separación y equilibrio de poderes.
Normalmente, los Gobiernos de España, apoyados en mayorías parlamentarias consistentes, han defendido sus competencias y rechazado los casos más extremos de activismo judicial como una perversión del sistema de división y equilibrio entre los poderes.
Pero lo novedoso en estos momentos de lucha contra la pandemia ha sido la apelación por el Gobierno a una especie de cogobernanza judicial en la que los tribunales ya no se limitan a juzgar y hacer cumplir lo juzgado, sino que participarán en la toma de decisiones validando, preventivamente, reglamentos generales preaprobados por los gobiernos autonómicos.
Hacer depender la validez de una norma general (como sería un toque de queda regional, provincial o comarcal, por ejemplo) de un previo pase judicial es una novedad radical. Dudo que algún país de nuestro entorno se haya atrevido a tanto, por visible que sea en algunos el avance hacia el Estado judicial.
Queda en pie el problema de la constitucionalidad de una decisión que, en mi modesta opinión, quiebra el principio de separación de poderes y pone en peligro la seguridad jurídica con decisiones contradictorias entre diferentes Tribunales Superiores y que sólo a posteriori puede corregir (tal vez, demasiado tarde) un Tribunal Supremo.
Dejo a un lado, por otra parte, una cuestión tan delicada como es la imposibilidad de restringir derechos fundamentales sin la cobertura de la ley, aunque lo avalen los Tribunales Superiores o la Sala Tercera del propio Tribunal Supremo.
Por no referirnos, también, al deterioro que esto puede suponer en el régimen de responsabilidad política. ¿A quién exigir ahora dicha responsabilidad, consustancial en toda democracia? ¿También a los jueces? Lo más probable es que a ninguno, porque la responsabilidad política por los resultados de las decisiones que se adopten quedará difuminada tras las togas.
Finalmente, tal vez no sea ocioso llamar la atención sobre un punto que puede pasar hoy desapercibido, pero que puede ser mañana muy importante, como es el de la eventual incidencia que esta política puede tener en el examen de constitucionalidad de los decretos de alarma, todavía pendientes ante el Tribunal Constitucional.
En su momento, este valorará la existencia de la necesidad, la proporcionalidad y la responsabilidad de las dos declaraciones del estado de alarma. Dado que la pandemia sigue entre nosotros (39.973 contagiados durante la última semana y 66 fallecidos desde el viernes), no es aventurado imaginar que, en el juicio de aquellos decretos de alarma, el Tribunal Constitucional percibirá que lo que ahora se hace sin estado de alarma y lo que entonces se hizo con él son dos formas diametralmente opuestas de afrontar una situación que, aun no siendo la misma en su peligrosidad, sí tienen algún rasgo importante en común: que la pandemia no ha terminado. ¿Cuándo se actuó correctamente? ¿Entonces o ahora? Yo creo que lo que se hizo fue lo correcto. Pero esto hay que defenderlo no sólo con argumentos, sino también con coherencia.
En futuras ediciones de su trabajo sobre las transformaciones del Estado de derecho, Bernd Rüthers puede encontrar en España el más atrevido ejemplo hasta ahora de esa revolución silenciosa que está mutando el Estado de derecho en Estado judicial.
Virgilio Zapatero es catedrático emérito y exrector de la Universidad de Alcalá.