De la picaresca al esperpento

La explosión de corruptelas que nos depara esta democracia bananera que instauró Felipe González necesita una ampliación de formas literarias para darle expresión. Valle-Inclán con la visión del genio tornó el sainete que Arniches había ascendido a tragedia grotesca y lo transformó en esperpento.

En el siglo de oro, España se inventa la novela picaresca, que es una forma temprana de la novela, normalmente narrada en primera persona y que cuenta las aventuras del pícaro al pasar, para sobrevivir, de un lugar a otro, de amo en amo y por diversos medios sociales. Por su estructura episódica se parece a las novelas de caballerías, pero su contenido las parodia, pues el héroe en vez de idealista es cínico, su valor se agudiza por el hambre y sus ideales son utilitarios. Aunque amoral, el pícaro no es un villano, sino un conformista que aprende sus trucos de los miembros respetables de la sociedad que lo excluye.

Estas definiciones de libro cuadran como anillo al dedo a varios de los pícaros contemporáneos que nos han agradablemente sorprendido últimamente demostrando que la tradición picaresca española no ha muerto, ni siquiera en Catalunya. El sentimiento práctico de la vida, ese Sancho Panza que todos llevamos dentro, sigue viviendo en el carácter español, quizás con más arraigo que el sentimiento trágico que preocupó a Unamuno. Pero la picaresca no sirve para explicar las actuaciones desmesuradas, ilimitadas, descomedidas, insensatas de los últimos tiempos. El Lazarillo –que empieza con un ciego– se contenta al final con una ligera elevación social que confiere poco de respetabilidad; y es que los pícaros pertenecen al universo cerrado, al cosmos finito y plano de la mentalidad medieval. El paso del universo cerrado a lo que el historiador de la ciencia George Sarton llamaría universo abierto se producirá a partir del siglo XVII con Galileo, Kepler y Newton; la sociedad notaría ese cambio de mentalidad sólo en el siglo XVIII. Como aquí fuimos protegidos por la Inquisición y el absolutismo de tales novedades, el programa de la Ilustración nos llegó con Ortega a principios de siglo y con la democracia hace treinta años. Por lo cual España ha vivido mentalmente en el universo mesurado del pícaro del siglo de oro hasta hace poco tiempo: con el desarrollo económico y, sobre todo, con el estilo humano de los socialistas, aparece un pícaro yuppie, como no podía ser menos en este país de cocaína con churros.

El concepto de progreso lineal ilimitado está en el trasfondo del pensamiento judeocristiano, que no en culturas como la hindú o la china con sus recurrencias cíclicas y eternos retornos. La idea de progreso, que impone en Europa la Ilustración del siglo XVIII, es buena en economía, pero aberrante cuando se extrapola –como ahora se ha hecho– a ciertos aspectos de la vida que deben estar sujetos a una ética intemporal. La ética no progresa, tenemos aún los mandamientos de una tribu semita de hace tres mil años. Las ideas del desarrollo económico aplicadas al patrimonio personal, poniendo la economía individual progresista lineal por encima de la ética estática social, convirtieron al socialismo español en una monstruosa deformación de ideas fundacionales, como si se cumpliera la divisa “Cien años de honradez, pero ni uno más”. No tardó en emularles el PP.

La picaresca española reflejada en el espejo cóncavo del universo newtoniano –el mundo clásico era plano– da el esperpento. Hamlet le cuenta al cómico que el arte es un espejo alzado ante la naturaleza; en el mundo medieval y antiguo ese espejo era plano; luego Newton y Kepler vieron la tierra redonda y las órbitas elípticas; ahora pensamos el espacio curvado y los héroes clásicos se tornan grotescos. Don Quijote fue el umbral entre dos mundos: fiel a la caballería andante, grotesco como un esperpento moderno. Luego la balanza se inclinaría inexorablemente, alejándose del hidalgo idealista y del pícaro entrañable e inofensivo. ¿En qué ha venido a dar la picaresca española?: el caso Nóos, la Gürtel, Bárcenas, los encarcelamientos espectaculares, las declaraciones, las cintas, las escuchas y los fondos de reptiles, que también cobra Max Estrella, pero por poeta famélico, son la realidad deformada de un país que antes sólo era pícaro y ahora está pasando de sainete grotesco a tragedia esperpéntica.

Habrá que enderezar los espejos, atenuar por un tiempo al menos el afán oblicuo, ambiguo y deformante de la posmodernidad para recuperar la sensatez olvidada en la carrera de los yuppies hacia el éxito sin límites a la ambición sin nombre ni forma reconocible. Hay que echar mano del resto de ética que nos queda y que, hoy por hoy, reposa en el poder judicial y en algunos políticos sin mayorías decisorias. Por un tiempo deberíamos conformarnos con la actitud premoderna de la picaresca, que, con todos sus inconvenientes, es, al menos, más humana y controlable que este descomedido esperpento yuppie posmoderno.

Luis Racionero

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