De la pornografía al porno

«Pornografía» es un vocablo fechado. Un neologismo que, para fingirse intemporal, forja la narrativa libertina en el último tercio del siglo XVIII. Para esas fechas, el libertinismo ha olvidado ya sus orígenes, de herejía arcaizante en la Ginebra del XVI, donde Calvino se afanó en exterminarlo. Y vagamente recuerda haber sido, en el XVII, la variedad francesa del maquiavelismo. Libertinismo pasa a designar, en este final del siglo de la Ilustración, la apuesta por el trastrueque de los usos privados que anticipa el vendaval revolucionario de 1789.

Cuando Rétif de la Bretonne recurre a esa palabra-armario, que amalgama dos vocablos griegos, porné (prostituta) y grafía (escritura), ningún lector se engaña sobre la astucia: dar respetable filiación clásica a una narrativa prostibularia, para la cual prevé clientela verosímil. Claro que esa palabra no ha existido jamás en griego clásico. Pero eso es algo que carece por completo de importancia. Designa con claridad, a partir de ese final del XVIII, una mercancía editorial. Aunque levante el embarazo académico que la hará estar ausente de los diccionarios durante un siglo y medio, hasta que en 1932 el de la Academia francesa, en su octava edición, le conceda un primer registro. El último tercio del siglo XX procederá a apocopar el término. Y, depurado de la «grafía», esto es, de la «escritura», «porno» deja de ser el específico género literario al cual Rétif prometiera un mercado. La escritura no vende ya. Porno es eso: pornografía ágrafa. Síntoma del tiempo.

En el segundo tercio del siglo XX, Georges Bataille había alzado la escritura pornográfica a un esfera mayor de la meditación trágica. Cerrando, así, lo que fue género festivo, en una disección de fantasmas y obsesiones primigenias. En la literatura del XX, Bataille ocupa un lugar muy extraño. Es el erudito bibliotecario que medita sobre las paradojas de lo sagrado en alguna de las obras más sabias de su tiempo. Y es el autor también de algunos de los relatos más descarnadamente obscenos del siglo. Pero Bataille defendió siempre -y con muy firmes argumentos- que los interrogantes teóricos de la Summa Ateológica o de la Teoría de la Religión y las alucinaciones narrativas de Madame Edwarda, o de la Historia del ojo, o de Mi madre eran versiones del mismo envite en su búsqueda de lo sagrado: la exposición del abismo en el cual se desmorona la humana búsqueda de un absoluto que siempre nos rehúye. Porque «nos está permitido» -escribe en 1951- «creer que somos susceptibles de experimentar, en los vecinos dominios del erotismo y de la contemplación religiosa, tales gozos que nos veamos llevados a creerlos excepcionales, únicos, superando los límites de cualquier gozo concebible». El absoluto erótico fracasa. Como fracasa, para Bataille, el religioso. Pero en ese fracaso se cifraría precisamente lo sagrado humano. Porque «lo humano es buscar, de señuelo en señuelo, una vida finalmente autónoma y auténtica».

¿Queda algo de esta metonimia, que hace del erotismo última residencia desplazada de lo sagrado, en el tránsito que, tras la pérdida de la escritura, amputa la literaria pornografía en visual porno? No nos engañemos: queda nada. Una nada que cabe en el mayor extravío que haya sufrido nuestro mundo: la pérdida de la escritura, que es el atributo más propio del siglo en el que entramos. ¿Nada? Peor que eso: una autosatisfecha moribundia. El erotismo, inequívocamente pornográfico, de un Bataille decía el vértigo de caer desde el absoluto. El porno visual, que satura las redes virtuales, carece de dramatización narrativa; es una indiferente mecánica de ensamblajes genitales. Sin los fantasmas que hablan de un inconsciente desgarrado: sin acceso a lo trágico, por tanto. Los ensamblajes no interrogan, no inquietan, nada ponen en duda; son afirmación enunciativa pura. Por eso, si siguiéramos empeñados en jugar a las etimologías, no llamaríamos a esas construcciones «porno-grafía»; más bien, «porno-iconía»: imperio de la imagen que nada narra -la narración está necesariamente secuenciada por la elipsis, aquí ausente-: un imperio de la imagen plana, que nada dice más allá de lo que muestra, sin desasosiego pues, sin inteligencia. Eso alza un muro entre el trágico Imperio de los sentidos de Nagisha Oshima y la patulea de sus complacidas secuelas porno.

Con el porno hemos entrado en el mundo, tan simple, de lo genital: todo excreciones y gratificaciones. Lo que técnicamente define al hard-core no es la intensidad del fantasma narrativo; es la no trucada presencia -de ahí la imposición del plano-secuencia- de flujos y excreciones. Es un mundo del cual fue borrado aquel excedente sagrado de lo erótico que debía proyectar el absoluto bajo máscaras mundanas. En Sade, en Réage, en Robbe-Grillet, en Bataille…, se jugaba un combate con el infinito. Que acababa en derrota, pero que era grandioso. Éste del plano-secuencia genital en el video-clip porno es un mundo impecablemente idiota.

En 1998, tras su muerte, es publicada la entrevista que Dominique Aury había concedido como póstuma: Vocación clandestina. Aury, secretaria de la NRF de André Gide, alma de la editorial Gallimard a lo largo de tres décadas, autora de una erudita tesis doctoral sobre el amor de Dios en Fenelon, revela en esa entrevista lo que sólo sus íntimos sabían: que fue la autora del más crucial libro erótico del siglo XX, la Histoire d’O, firmada bajo el seudónimo Pauline Réage. ¿Alguien sospechó su autoría?, le preguntan. Sólo un muy erudito crítico literario, responde. «Puso en paralelo mi estudio sobre Fenelon con pasajes de mi novela y concluyó: “Puede decirme lo que quiera, pero yo sé que la ha escrito usted”». Historia de O era el desplazamiento del abandono en Dios al abandono en lo humano. ¿Alguien imagina un análisis similar para lo menos tosco de los 1,2 millones de años de filmación en los que una estudiosa reciente cifraba el tamaño global de los archivos porno a los que cualquier menor tiene acceso abierto en Internet?

En esa misma entrevista, a la pregunta sobre lo que pasaría en 1988 si un adolescente compareciese en el instituto con un ejemplar de su, treinta y cuatro años antes, prohibidísima novela, Aury respondía: «Nada». En 2019, el adolescente no comparecería. Habría tirado la novela a la basura: ¿quién necesita perder el tiempo leyendo?

Gabriel Albiac es filósofo y escritor.

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