De la primavera al baño de sangre

La primavera árabe, que tantas esperanzas despertó, se ha cubierto de sangre. Han pasado dos años y medio largos desde que el vendedor ambulante Mohamed Bouazizi, quemándose a lo bonzo en Sidi Buzid, en Túnez, encendió la chispa de las movilizaciones populares y la orilla sur del Mediterráneo –este mar de concordia– se debate entre las reformas, la ingobernabilidad y la guerra civil.

Hacemos un repaso rápido. En Túnez, donde el gobierno autocrático de Ben Ali cayó enseguida, el enfrentamiento entre islamistas y laicos ha impedido la aprobación de una nueva constitución. El asesinato reciente del principal político de la oposición, Chokri Belaid, es una muestra más de un desorden político que no tiene trazos de disminuir. El Gobierno y la administración a duras penas pueden controlar las fronteras del país. Libia se está descomponiendo. Las milicias siembran el caos y Trípoli es cada vez menos la capital de un Estado y más el escenario de luchas tribales. Egipto, después del golpe de Estado militar que puso fin a la deriva islamista del gobierno de los Hermanos Musulmanes, se está hundiendo en la represión y la violencia. Morsi, el primer presidente elegido democráticamente en la historia del país, está detenido y la matanza del miércoles mostró la verdadera cara de un gobierno que, si alguna vez lo pretendió, ha perdido toda posibilidad de reconducir la transición. En Siria, el régimen de El Asad resiste con todas las armas de que dispone –arsenal químico incluido– y la guerra civil se ha cobrado ya más de cien mil vidas. Jordania y Bahréin son mucho más débiles de lo que eran hace dos años. Nada permite esperar que la situación mejore pronto en ninguno de estos países. Los únicos del área que se mantienen hasta cierto punto estables son aquellos en los cuales los gobernantes, dosificando las reformas, han sabido canalizar o desviar el descontento popular, como Marruecos, Argelia o Arabia Saudí.

¿Qué lección se puede sacar de estos dos años y medio de movilizaciones, reformas y derramamiento de sangre? Los obstáculos que están impidiendo una transición ordenada en todos estos países pueden hacer pensar que el islam es incompatible con la democracia, porque allí donde hay elecciones los islamistas las ganan y a continuación toman medidas que amenazan la supervivencia de la libertad y del sistema democrático.

Comprendo que haya quien piense así, sobre todo después la desafortunada gestión de los Hermanos Musulmanes en Egipto y de la respuesta represiva a las protestas de la plaza Taksim de Estambul por parte del Gobierno en Turquía, que es el país que se suele citar como muestra de una democracia compatible con el Corán. Lamentablemente, el mundo no nos ofrece hoy grandes ejemplos de democracias en países islámicos. Pero yo no lo creo. La democracia es incompatible con el fundamentalismo islámico, como con cualquier otro fundamentalismo, pero no con el islam.

La conclusión que hay que sacar, me parece, es que no hay atajos y que, desgraciadamente, la transición a la democracia no se puede hacer de un día para otro. A Europa le costó centenares de años y una pila de guerras y de revoluciones pasar del absolutismo a la democracia. Rusia intentó en los años noventa hacer la transición del comunismo a la democracia y, después de una etapa de inestabilidad, se acabó conformando con las medias tintas actuales. Los países de Europa del Este tuvieron más suerte, pero seguramente fue porque tenían un pasado burgués más o menos democrático y por la proximidad geográfica y la afinidad cultural con el resto de Europa, con el incentivo que suponía la entrada a la Unión Europea. Los pocos países asiáticos que son hoy plenamente democráticos pasaron por una larga etapa de reformas económicas impulsadas por gobiernos autoritarios.

Por desgracia, la idea de que la movilización popular que, en cosa de meses, barrió las dictaduras de Ben Ali, Mubarak y Gadafi y está haciendo tambalearse la de El Asad convertiría rápidamente estos países en democracias era ilusoria. La democracia no son sólo elecciones libres. La democracia son instituciones, reglas, usos, convenciones, actitudes. La democracia es educación, civismo. Es un camino largo. Hay que aprender a respetar las ideas de los otros, a vivir de acuerdo con unas normas aceptadas por todos, a perder pequeñas batallas ideológicas para ganar la batalla grande de la convivencia. No es una cuestión de blanco o negro, sino de tonalidades de gris.

Pero eso no quiere decir que la única alternativa al autoritarismo sea el caos y la ingobernabilidad, ni que haya que resignarse a escoger entre la dictadura militar o la dictadura clerical. Pensar eso es tan simplista como creer que se puede construir una democracia sólida de un día para otro. El camino de la transición democrática es largo y está lleno de obstáculos, pero existe y, con paciencia y determinación, sin caer en un fatalismo que bordea el racismo ni consentir carnicerías como la del miércoles en Egipto, se puede ayudar a estos países a encontrarlo.

Carles Casajuana, diplomático.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *