De la racionalidad a la emoción

El avance de la ciencia tiene un impacto indudable en todos los aspectos de nuestra vida, tanto aquellos prácticos, por ejemplo en biomedicina y nuevas tecnologías de la comunicación, como los culturales, en el desarrollo de nuevos paradigmas filosóficos, por ejemplo la posición que ocupamos en la naturaleza o el concepto de libre albedrío, a partir de estudios de evolución y de neurociencia cognitiva respectivamente.

A pesar de ello, las estadísticas indican que ni los medios tradicionales ni los emergentes consiguen hacer llegar con efectividad estos avances a la sociedad. Por ejemplo, sólo el 12,13% de los libros leídos en el 2011 tenían contenido científico, incluyendo libros de texto, y el nivel de interés declarado de los españoles hacia temas científicos es inferior a 5, en una escala de 0 a 10. Todo ello se percibe también en el hecho de que, estos últimos años, el interés por los estudios científicos haya decaído; los planes de estudio no contemplen la transversalidad de las materias científicas del mismo modo como hacen con las humanísticas, e incluso de prosperar la nueva reforma educativa impulsada por el Ministerio se eliminará la única asignatura que cumple este cometido en el bachillerato; y que los medios de comunicación apuesten de forma muy mayoritaria por otros contenidos. Por sí mismos, estos hechos constituyen algunas de las principales causas por las que la divulgación de la ciencia no llega a buena parte del tejido social. Sin embargo, ¿son las únicas?

Para mí existe sin embargo otro motivo que, muy probablemente, se encuentra en la base de todos los demás: cómo hacer que el intelecto se interese de forma espontánea y natural por la ciencia. Para ello debo hablar un poco de neurociencia cognitiva y del aparente dualismo entre racionalidad y emoción.

Tradicionalmente se ha dicho que el hemisferio izquierdo suele estar especializado en calcular y cuantificar; es analítico, busca la predictibilidad y hace abstracciones; aplica leyes y reglas; es explícito, mecánico e impersonal, uniformitzador, homogeneizador y controlador; genera hipótesis sobre la información que se le presenta y busca algoritmos para predecir qué pasará. En cambio, el hemisferio derecho estaría más atento al conjunto de datos y a su contexto; nos permite comprender las metáforas, la ironía y el humor; analiza los datos de forma cualitativa e integrada; es intuitivo e imaginativo, implícito, empático y emotivo.

Aunque esta visión no es estrictamente cierta puesto que el cerebro funciona como un todo integrado, a través de la suma cooperativa de todas sus funciones, que se encuentran repartidas en diversos módulos operativos, lo cierto es que todos estos procesos se realizan, inicialmente, de forma más o menos independiente en circuitos neurales específicos, para generar finalmente una única vida mental integrada, la de cada uno de nosotros.

Como el lector debe haber apreciado, los aspectos tradicionalmente asociados al hemisferio izquierdo tienen una clara relación con la forma que tiene la ciencia de progresar, a través del método científico, un proceso metódico, calculador, racional y analítico en el que uno no debe dejarse llevar por las emociones. Sin embargo, en nuestra vida diaria, las emociones juegan un papel primordial. Todos los estudios en neurociencia cognitiva, por ejemplo, indican que el componente emocional es mayoritario en todas nuestras decisiones, fundamental en cualquier proceso de aprendizaje y clave para determinar nuestros intereses personales, incluido el interés por la ciencia.

¿Qué quiero decir con todo esto? Desde mi punto de vista, uno de los principales problemas para que la ciencia llegue al conjunto de la sociedad es que habitualmente en su transmisión no apelamos a las emociones de las personas a quienes va dirigida, sino mayoritariamente a su racionalidad, lo que no permite que el cerebro se estimule en su conjunto y, en consecuencia, limita el interés intelectual hacia ella.

La alternativa aparentemente lógica seria divulgar la ciencia desde su vertiente más emotiva, pero cabe destacar que eso puede conllevar otro problema: las emociones son un poderoso instrumento de manipulación individual y colectiva, como pone en evidencia el interés creciente hacia temas pseudocientíficos, mucho más emotivos, lo que es antagónico con el propósito social de la ciencia. He ahí el gran dilema: divulgar ciencia desde razonamientos científicos, sin olvidar los aspectos emotivos.

Sin duda un gran reto, que sería mucho más fácil de afrontar si los conocimientos científicos formasen parte del bagaje cultural de una persona, de forma transversal como lo es la literatura, el arte o la filosofía.

David Bueno, profesor e investigador en genética y divulgador científico. Departament de Genètica, Facultat de Biologia, UB

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