En la temporada pasada brilló en la cartelera madrileña El Inspector, la pieza teatral de Nikolai Gogol. Lo original de esta obra escrita hace dos siglos sobre un tema tan viejo como la corrupción, es la complicidad del espectador. El público no deja de reírse. La risa es aristocrática ya que quien ríe piensa estar un codo por encima del objeto o del sujeto risible. El espectador se ríe porque el alcalde desvergonzado, que engorda su cartera con los consabidos sobornos, no se entera de que, a su vez, está siendo estafado por un perillán de su misma escuela. Hasta que harto de las risitas que le llegan del patio de butacas se vuelve al público y le espeta sin miramientos: "¿de qué os reís? ¡si os estáis riendo de vosotros mismos". Son ellos, los que ríen, quienes les han elegido por como son. Deberían sentirse orgullosos por lo bien que les representan.
Dicen que Gogol se sintió frustrado en el estreno al ver que la gente salían tan feliz en vez de sentirse pesarosa. Esa obra, representada hoy, no invitaría a la risa sino al llanto del público español. Pero no deberíamos indignarnos contra los políticos a los que no hemos elegido por su honradez sino porque son de los nuestros o, en el mejor de los casos, porque hemos sucumbido a la propaganda que prometía mendazmente sacarnos del pozo tan pronto como llegaran.
Aunque les presumimos honrados, la honradez no cotiza en la política española. Sería difícil encontrar un documento, dentro o fuera de los partidos políticos, que vinculara la buena gestión de la cosa pública con el ser virtuoso. Esa es una pamplina del mundo anglosajón. Nosotros, tan tardíamente llegados a la democracia, hacemos gala de una estricta distinción entre vida privada y pública.
Claro que debe haber una clara zona personal que escape al ajetreo público, pero no está mal recordar que hace veinticinco siglos, Aristóteles dejó escrito y bien argumentado que sólo un político virtuoso podía llevar a cabo una buena gestión pública. No cabe esperar de un ministro, un juez, un periodista o de un banquero que sirvan al bien común si no son virtuosos. Aristóteles hila muy fino porque dice que ser virtuoso no consiste en hacer las cosas bien, sino que hacemos las cosas bien porque somos virtuosos. Para ser un hombre público hay que estar hecho. No se improvisa un político. Y para aclarar sus exigencias, el filósofo explica que la virtud del político consiste en disponer de los conocimientos adecuados, en haber demostrado que uno sabe elegir razonablemente en situaciones comprometidas y, finalmente, en ser capaz de aguantar las presiones de los poderosos una vez que se ha tomado una decisión (Ética a Nicómaco, 1005b-1134b). Que el lector juzgue si el político medio viste ese traje.
Entre nosotros prima la consigna de Mandeville —”los vicios privados hacen la prosperidad pública”— porque intuimos que si exigimos al político que sea virtuoso, nos tendríamos que aplicar el cuento y exigirnos virtud para ser ciudadanos. Y a eso sí que no estamos dispuestos. Eso es moral protestante y España, por católica, es maestra en la doble moral: haz lo que quieras de puertas adentro, pero ¡pórtate en público!. Lo escandaloso es que te pillen.
Por suerte ya no hay manera de tapar tanta corrupción y como los autores de los desmanes pertenecen a la casta de poder que ha impuesto el empobrecimiento injusto —esta vez, sí— a tanta gente de a pie, la indignación ha conmovido al conjunto de la sociedad.
Es difícil prever lo que pueda pasar porque no hay salida fácil. ¿Los jueces? Hubo uno que quiso investigar la trama Gürtel y los superjueces del Tribunal Supremo le echaron de la profesión. ¿Los políticos? Son parte del problema y las cúpulas de los partidos han dado pruebas de que no se puede contar con ellas para la solución. Tampoco cabe entusiasmarse con la sociedad, al menos mientras no reconozcamos que hay una relación entre el pequeño fraude por no pagar el IVA de una chapuza y el saqueo de los que huyen con su dinero a Suiza. Hay diferencias, por supuesto, pero también connivencias.
No parece que haya otra solución que la que propuso Karl Kraus en vísperas de la Primera Guerra Mundial: “el que tenga algo que decir, que dé un paso al frente y se calle”. Pero actúe. Es el momento de la acción y no de pactos, leyes o discursos. Lo que hay que hacer contra la corrupción está dicho y es sabido. Hay hasta manuales y guías de estilo. Entre políticos, jueces y ciudadanos los hay que no quieren hacer nada y también que quieren hacer algo. Siempre hay un resto que no ha sucumbido a la defección general. La ciudadanía sabrá recompensar al que dé un paso al frente.
Reyes Mate es profesor del CSIC. Fue premio Nacional de Ensayo en 2009 por La herencia del olvido (Errata Naturae). Su último libro es Tratado de la injusticia (Anthropos).