De la sibila de Delfos a la Virgen de Covadonga

Hace casi una veintena de años comenté en estas mismas páginas (EL PAÍS, 14-09-1996) el trabajo del historiador asturiano Guillermo García Pérez en el que se establecía un sorprendente paralelo entre el consagrado episodio fundador de la nación española, es decir, Covadonga, y el relato de la derrota de los invasores persas al pie del Monte Parnaso y el templo de Apolo en Delfos. Las coincidencias entre el primero, referido en la Crónica de Alfonso III de Asturias (866-910), y la obra del llamado “Padre de la historia” que data del siglo V antes de la era cristiana eran demasiado llamativas para ser un producto de la casualidad. La hazaña del personaje mítico de Pelayo, primer resistente a la invasión sarracena de 711, tenía un alcance mucho más vasto que el del mero ámbito historiográfico. A salto de siglos, mediante genealogías que trazan una presunta continuidad con los ancestros visigóticos, revestía el carácter de un hito simbólico en el marco del relato histórico del nacionalcatolicismo hispano. Como dijo un representante del mismo, Covadonga “es un hecho que tiene para los genuinos españoles un doble valor, uno real y otro representativo. Real, porque fue el comienzo de aquella gloriosa epopeya que duró siete siglos y representativo porque pone de manifiesto las cualidades más características de nuestra raza, a saber: su amor a la religión, su indomable energía y su patriotismo”.

Tras la invasión arabobereber y la derrota del rey Rodrigo, las huestes musulmanas alcanzaron velozmente, nos dicen, el norte de la península, en donde un puñado de patriotas halló un refugio en las montañas astures, junto a una gruta consagrada a la Virgen. Conforme a la mencionada crónica, el traidor obispo don Opas trató de convencer a Pelayo de que se rindiera, pero Pelayo rehusó. Los invasores intentaron entonces asaltar la montaña, mas, milagrosamente, las flechas dirigidas contra el enemigo se volvieron contra ellos mientras que una ingente sacudida telúrica los aplastaba con una masa de rocas. Según el recuento de la crónica, tan veraz como el de Quevedo a propósito de las batallas del apóstol Santiago, los patriotas visigodos habrían causado la muerte de 124.000 infieles y otros 63.000 habrían perecido a consecuencia del portentoso desplome. Pese a tal acumulación de prodigios, la leyenda se mantuvo en pie sin que casi ningún historiador la pusiera en tela de juicio hasta el pasado siglo. La índole epiconovelesca del relato sedujo a los románticos y, aunque discutió las cifras de las victimas, Claudio Sánchez Albornoz le prestó su aval en Orígenes de la nación española publicado en 1974, pese al lapso de más de siglo y medio transcurrido entre Covadonga y los primeros testimonios escritos sobre el inicio de la llamada Reconquista recogidos en los manuscritos latinos de los monasterios Albelda y de Roda.

Si retrocedemos al siglo V antes de la era cristiana, el texto de Heródoto sobre la invasión de Grecia por los persas nos brinda una serie de elementos similares a los que acabamos de evocar: la victoria de los ejércitos de Jerjes en las Termópilas no obstante la resistencia tenaz de los espartanos, el avance imparable de aquellos hacia el monte Parnaso y el templo sagrado de Delfos. Aquí también abundan los episodios miríficos: oráculos divinos, caída de rocas sobre los invasores, pánico y desbandada de estos. El paralelo es manifiesto, pero como apuntan Guillermo García Pérez y otros historiadores astures (Juan Gil, Moralejo Laso), no resuelve los enigmas de la transmisión y, conforme adelantan las investigaciones en la materia, el número de aquellos se multiplica.

En un más reciente ensayo, From the Persians to Pelayo: Some Classical Complications in the Covadonga Complex que Guillermo García Pérez tuvo la amabilidad de enviarme, su autor, el profesor David Hook de la universidad de Bristol, tras analizar minuciosamente la leyenda délfica, añade otra posible fuente a los milagros de Covadonga: la de la crónica de Justino, en su epítome de la obra de Pompeyo Troyo, que relata el avasallamiento y saqueo de Roma por el caudillo galo Breno (el autor del célebre Vae victis!) el año 274 antes de Cristo. Como en el caso precedente, asistimos a una serie bien orquestada de prodigios: tempestad furibunda, caída de rocas, preservación del templo, etcétera. Pero, lamentablemente, esta diversidad de posibles antecedentes no se sustenta en pruebas fehacientes de transmisión escrita. En la bibliografía consagrada al reino visigodo de la península no figura referencia alguna a los anales de Heródoto ni a Justino. Como observa el hispanista inglés, la poligénesis de la epopeya de Pelayo ilustra la clásica “dificultad de resolver la eventual influencia de las fuentes literarias o de tradiciones orales en casos donde la evidencia es tan fragmentaria y el vínculo común a los textos corresponde a áreas geográficas, lingüísticas y cronológicas tan ampliamente separadas como las de los episodios de Delfos y Covadonga”.

A su bien fundada exposición de las convergencias y divergencias del relato histórico hispano con sus predecesores griego y romano, podría añadirse el hecho de que en la búsqueda de una legitimidad religiosa de origen divino los textos fundacionales de una nación se transmiten de generación en generación mediante cantos y leyendas heroicos al servicio del ardor patriótico y de una causa embebida de sentimientos y valores que determinan el supuesto destino de su pueblo.

Ningún nexo une por ejemplo los mitos originales de España y Serbia. Sin embargo, durante la guerra subsiguiente a la implosión de la Federación yugoslava pude observar un sorprendente parentesco entre ellos: entre los de la Reconquista elaborada por el nacionalcatolicismo hispano y las de los inspiradores literarios de Milosevic, Karadzic y los suyos: acá, la España sagrada y allá, la Serbia Celeste; en un caso invasores árabes y en otro turcos; derrota del Guadalete y del campo de los Mirlos; rey don Rodrigo y príncipe Lazar; traidor don Julián y yerno del desdichado príncipe; romancero y pesme... Para los portavoces de dicho relato, la moral y el pensamiento nacionales son producto en ambos casos de una tradición ancestral y determinan de forma imperativa la conducta gloriosa y unánime del pueblo entero. Los personajes y acciones de dicho relato reproducen cabalmente el esquema de la morfología del cuento estudiada por Propp y otros miembros de la escuela formalista rusa. Ello no despeja las incógnitas de la relación entre Delfos y Covadonga pero nos ayuda a entenderla mejor. Para saber lo que somos y aliviar nuestra carga heredohistórica, nada mejor que una mirada curiosa a lo que nos dicen que fuimos.

Juan Goytisolo es escritor.

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