Unidos por un intenso sentimiento de libertad, cruzábamos el río Moscova por el puente de Kalinin (hoy puente del Nuevo Arbat) el 22 de agosto de 1991. Éramos una multitud y acabábamos de asistir en Moscú al mitin que simbólicamente daba por concluida aquella pesadilla de tres días en los que un grupo de altos funcionarios del Estado, constituidos en el Comité Estatal de Situaciones de Emergencia (el llamado GKCHP, por sus siglas en ruso) había intentado frenar la historia y evitar la firma del Tratado de la Unión, el documento que iba a dar amplias competencias a las repúblicas federadas de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) y a cercenar los poderes centrales del Estado, vertebrado en torno al partido comunista. Los golpistas habían sido detenidos, el presidente soviético, Mijaíl Gorbachov, había regresado de Crimea, tras permanecer aislado por los conjurados, que no contaron con la resistencia del presidente ruso Boris Yeltsin. Procedentes en su mayoría del ámbito militar y de seguridad, los golpistas temieron el derramamiento de sangre y no se atrevieron a ordenar el asalto al Parlamento ruso, esperado en la noche del 20 al 21 de agosto. El 22, Yeltsin se había dirigido a la multitud liberada del fantasma de la guerra civil desde el balcón de la Casa Blanca (así llaman al edificio que albergaba entonces el Parlamento ruso) decorado con una nueva-vieja bandera, la tricolor azul, roja y blanca, del Gobierno provisional entre febrero y octubre de 1917. Rusia y el mundo comenzaban una nueva época. El lugar desde donde la multitud vitoreó a Yeltsin en su momento de gloria se llamaría después “plaza de Rusia Libre”.
Tres décadas después, aquellos momentos de euforia y solidaridad parecen un sueño. El romanticismo ha dejado paso a la desconfianza y el cálculo. Físicamente, el lugar donde se celebró el mitin está rodeado por la sólida verja metálica que se construyó en torno a la Casa Blanca tras los enfrentamientos armados de octubre de 1993 entre los “vencedores” de dos años antes.
La URSS murió definitivamente en agosto de 1991, pero su agonía se prolongó hasta diciembre cuando los dirigentes de las tres repúblicas eslavas (Rusia, Ucrania y Bielorrusia) certificaron su defunción en un pabellón de caza en los bosques de Bielorrusia. Las 15 repúblicas federadas de la URSS, una tras otra, fueron reconocidas como Estados, y, en búsqueda de sí mismas, desarrollaron la identidad con la que querían ser vistas por el mundo, unas por caminos ya surcados y otras a merced de los caprichos de líderes locales. Los estudios sobre las transiciones, tan de moda a principios de los noventa, resultaron simplistas, pues contabilizaban factores como privatización, producto interno bruto, alternancias en el poder o corrupción, pero tenían dificultades para incluir en sus cómputos factores como “tradiciones históricas”, “potencial nuclear” o las cargas y responsabilidades asociadas al estatus de “heredera de la URSS” que recayó en Rusia.
El telón de acero de la Guerra Fría desapareció, pero las esferas de influencia siguen existiendo, aunque corregidas por el fortalecimiento de China como potencia global y de otras potencias regionales. En Europa, la UE y la OTAN, en sucesivas oleadas, se han ampliado a costa de los antiguos aliados de la URSS y también de tres de las exrepúblicas soviéticas. En Asia central, Rusia mantiene una presencia militar importante (la base número 201 con instalaciones en varios emplazamientos en Tayikistán), tiene un acuerdo estratégico con Uzbekistán y dispone de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (de la que forman parte Kazajistán, Kirguizistán, Tayikistán, además de Armenia y Bielorrusia).
Esta es una historia de oportunidades desaprovechadas. En diciembre de 1991, un enviado especial de Boris Yeltsin planteó directamente al secretario general de la OTAN, por entonces Manfred Wörner, el deseo del presidente ruso de ingresar en la Alianza. Al principio de este siglo, el presidente Vladímir Putin planteó de nuevo el tema a otro secretario general, George Robertson. No resultó, la primera vez porque los dirigentes atlantistas quedaron desbordados por la propuesta; la segunda, porque Rusia quería ingresar en la OTAN con su propio estatus de gran potencia sin pasar por el procedimiento de otros candidatos más pequeños.
Tampoco resultó el acercamiento entre la UE y Rusia por razones que fueron cambiando con el tiempo, y que incluyeron los miedos europeos a una emigración incontrolada y a la imprevisibilidad de Moscú, la concepción de la democracia y la actitud ante las llamadas “revoluciones de colores” que el Kremlin considera instigadas desde el extranjero y especialmente por EE UU y la UE. En la lista de desencuentros que han alimentado la desconfianza creciente, Occidente acusa a Rusia de envenenar disidentes y de violar las fronteras internacionales en Ucrania con la anexión de Crimea y el apoyo a los secesionistas prorrusos de la región del Donbás. Por su parte, Rusia ha reprochado a Occidente el bombardeo de Yugoslavia por parte de la OTAN en 1999 y también las intervenciones militares en Irak, Siria y Libia, en las que la cirugía (por lo general inacabada) vista desde Moscú es peor que la misma enfermedad.
A todo esto se le suma estos días Afganistán, que EE UU y sus aliados abandonan dejándolo sumergido en el caos. La historia se repite. La Rusia recién nacida (o renacida) hace 30 años dejó de ayudar económicamente a Afganistán, que en enero de 1992 ya no tenía combustible para su aviación. El régimen de Najibulá, el funcionario prosoviético que había resistido tras la marcha de las tropas soviéticas concluida en 1989, cayó en abril de 1992.
Tras el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, Rusia y EE UU tuvieron la oportunidad de trabajar juntos contra el terrorismo de Al Qaeda, que había encontrado cobijo en Afganistán, pero la desconfianza se impuso. La influencia de los talibanes, que controlan ya hoy las fronteras de Afganistán con Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán, es ahora un peligro para Asia central. Rusia tendrá que afrontar nuevos retos de seguridad en la zona, aunque en julio los dirigentes talibanes que visitaron oficialmente Moscú prometieron a los dirigentes rusos que no exportarían la revolución a Asia central y que respetarían las fronteras del norte de Afganistán.
Estas promesas no tranquilizan en absoluto a los regímenes de la zona ni a la población de aquellas regiones que ya han sufrido por la radicalización de islamistas locales. Moscú muestra aplomo, mientras trata de fortalecer su posición militar en la zona mediante ejercicios militares conjuntos con Tayikistán y Uzbekistán, y el reforzamiento de la base 201 de Tayikistán.
En su afán por constituirse simultáneamente en gendarme de las “líneas rojas”, que pretenden cerrar el paso a las “revoluciones democratizadoras” por Occidente y a las “revoluciones arcaizantes” por el Oriente, Rusia quizá sobrevalora sus propias fuerzas y su propia potencia. Mientras tanto, sus analistas-propagandistas muestran cierta satisfacción amarga por la incapacidad de la coalición aliada para formar un ejército capaz de resistir en Afganistán (el destino de las mujeres afganas no les preocupa mucho por considerarlo parte de las tradiciones locales). Así pues, en este treinta aniversario no hay muchos motivos para revivir la sensación de libertad compartida que teníamos en aquella mañana de agosto en el puente sobre el Moscova. Pero cabría desear que Occidente y Rusia trabajen por lo menos en un entendimiento práctico para algunos temas de obvio interés común, como las armas nucleares y la cooperación frente a la amenaza compartida del terror medieval.
Pilar Bonet, periodista.