De la tribu de Benjamín

Se debiera tener precaución con los intelectuales: como los medicamentos, son útiles pero no inocuos. El ingeniero y el investigador existen a través de sus actos, aunque tengan una visión propia de las cosas no tienen tiempo para decirla. El intelectual existe a través de la palabra y aunque tenga una idea de lo que es la vida no tiene tiempo para vivirla. Y por eso la desconoce tanto.

El intelectual en general, y sobre todo el literato, vive en su mundo particular. Un mundo de puro lenguaje, de pura imaginación. El escritor vive en el lenguaje como todo ser humano, pero en grado sumo, como una patología. Está enfermo de palabras, padece la hipóstasis del lenguaje. Es un alienado. Su mundo es un espacio donde no existe el presente, pues el presente es el tiempo del acto. Donde apenas existe la proyección hacia el futuro y donde todo es pasado. Donde todo es memoria.

El escritor es un vector melancólico. Mira hacia atrás y luego segrega melancolía proyectando a través de su obra ese humor agridulce y pegajoso hacia los demás. Sus libros y su discurso en general son una fuga, una objeción a este mundo presente. El escritor siempre dice "no es esto, no era esto", porque es incapaz de convivir y competir con sus contemporáneos, los habitantes del tiempo presente.

El escritor es inmaduro pero tiene alma de viejo y por eso repite con lenguaje literario el sincero pensar del anciano, "¡adónde vamos a parar!". Pero luego reacciona difundiendo su obra, como un regalo envenenado de melancolía para atacar la certeza y sembrar la duda, para que quien reciba el mensaje, quien lea, suspenda la conexión con el presente, para que se extrañe, para que mire hacia atrás, hacia ese pasado imaginado. Un falso pasado, algún paraíso perdido que solamente existió en el sueño enfermizo de quien imaginó, de quien escribió.

La dialéctica entre el escritor -el profeta del pasado soñado- y la sociedad y el presente es la dialéctica entre la melancolía y la historia. Y es una dialéctica trágica donde el escritor casi siempre perece; el curso de su obra suele ser las incidencias de ese combate a muerte.

Cómo no llorar al niño César Vallejo, bendecido por la inocencia, sacudido de aquí para allí, de Madrid a París, hasta morirse. Al lúcido, de luz trágica, Passolini, desgarrado notario de todas las destrucciones, de la destrucción, destruido a golpes en el suburbio y la noche de la ciudad. Los más puros viven vida violenta y sucia. Y mueren absolutamente derrotados por la historia, Hölderlin se esconde y enloquece, o enloquece y se esconde. Al final, Hegel siempre tiene razón y su razón construye, destruye y vence.

Y por eso Walter Benjamin es el filósofo de los escritores y melancólicos en general. Aunque, ¿filósofo? Si lo es, ese pensador de las ruinas, las antiguallas y lo perdido será el Benjamín de todos sus hermanos filósofos. Pero, como el hijo pequeño de Jacob, el que nació marcado por la muerte de la madre, fue destinado a estar en medio de una disputa entre hermanos que nunca acabó de comprender. Y los escritores y artistas en general serán de la tribu de Benjamín, el escindido entre el presente y el pasado, el que naufragó en el siglo. Entre la razón práctica y la derrota melancólica. El que dudó entre dos amos y acabó siendo liquidado por el más cruel.

Sí, pero aunque la luz del escritor es sombría, también hay escritores que cabalgan con comodidad sobre la escisión, como Goethe, que era de inteligencia tan luminosa que cuesta creer que fuese realmente escritor literario. O como el impresionante Thomas Mann, que se mira en Goethe para construirse como intelectual nacional y no sé si es bueno o malo pero lo consigue. Porque a eso aboca pensar el presente compartido con los otros, a ser sociológico, histórico, nacional.

El escritor expresa la razón del individuo, su esencia vivencial, emocional, pero cuando ejerce de intelectual pretende expresar lo genérico, lo histórico, lo "nacional". Y le es muy difícil pues su instrumento natural es la subjetividad, carece de las dotes e instrumentos para medir y ponderar, ignora los conocimientos de los ingenieros y científicos. Así, lo más frecuente es que proyecte su turbado mundo de irracionalidad en sus reflexiones, que lance a la comunidad sus angustias, su miedo al presente. Que exprese su perplejidad airada, incapaz de comprender o de aceptar los necesarios equilibrios e inevitables contradicciones de la vida social. Su pathos emocional niega la convivencia sobre pactos constantemente negociados, no puede asumir la vida móvil pues necesita la intensidad de la obsesión.

La vida, el presente, hace sufrir al neurótico. El escritor no puede aceptar la realidad, ése es el motivo de que se retire a sus realidades imaginadas. Y cuando quiere interpretar el caos que ve delante, lo hace, casi inevitablemente, como un argumento rígido, como un relato mítico. Por eso los escritores y artistas en general suelen ser nacionalistas y, como Quevedo, el gran poeta de la conciencia del tiempo, ven "los muros de la Patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados". Pero les cuesta mucho aceptar la dura lección de que "Huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura".

El escritor que opina expresa sinceramente su visión emotiva, casi siempre depresiva, pero su tramoya ideológica, casi siempre nacionalista y tópica, con elocuencia que a menudo es grandilocuencia también suele esconder las humanas trapacerías, los comprensibles avatares y las mundanas andanzas. No, el escritor intelectual no suele ser una encarnación de la moral aunque así se presente. Pero, sobre todo, la tramoya retórica oculta la fuente de energía de intelectuales y artistas: el narcisismo. Narcisismo hasta la bulimia.

Pero ello no sería tan peligroso si no fuese acompañado de renuncias y faltas. Renuncia al análisis de procesos complejos y contradictorios, al escrutinio de razones opuestas y falta de conocimiento de la realidad social y, sobre todo, falta de sentido común. El escritor intelectual opina sobre la sociedad desde una posición estetizante y, a diferencia, del político sensato no acepta someterse a la "ética de la responsabilidad".

Por eso los escritores debieran pensárselo tres veces antes de hablar del presente social, por eso estas peroratas, lamentaciones, denuestos, elegías debieran ser recibidas con educación pero con precaución. Porque el verdadero trabajo del escritor es elaborar memoria a través de la literatura, crear un mundo simbólico que las personas, y la sociedad también, necesitan. Pero ese mundo no se puede traducir a análisis ni mucho menos programas sociales o políticos, pues es un país de fantasmas y monstruos. Es el país de la luna, de la noche y los sueños que fecunda todas las horas de la jornada, pero la sociedad debe organizarse y gobernarse bajo la luz solar.

En todo caso, háganme caso: sobre el presente y sus problemas, a los escritores, ni caso.

Suso de Toro, escritor.