De la violencia al terrorismo

¿Dónde acaba el terrorismo y dónde comienzan otras formas de violencia? La pregunta se ha planteado varias veces a partir de una constante: los sujetos terroristas se mueven constantemente entre la violencia política y la criminalidad más clásica, robo, extorsión de fondos, secuestros, etcétera. Pero es evidente que, por su propia forma, los actos claramente terroristas merecen una reflexión.

Vale la pena plantearse la cuestión si tenemos en cuenta acontecimientos recientes como los atentados del 22 de julio del 2011 en Noruega, el doble tiroteo de Toulouse en marzo del 2012 o los atentados de Boston el pasado 15 de abril. En Noruega, en su momento se contabilizaron 77 muertos y numerosos heridos atribuidos sólo a Anders Berhing Breivik, un extremista atraído por la ideología de extrema derecha. En Francia, un islamista franco-argelino, Mohamed Merah, mató primero a tres militares y, días más tarde, a tres niños y a un profesor a la entrada de una escuela judía. Y en Estados Unidos tres personas murieron por las bombas colocadas en la meta del maratón de Boston por los hermanos Yojar y Tamerlán Tsarnáyev, de origen checheno y aparentemente atraídos por el islam y un fuerte resentimiento hacia Estados Unidos, donde vivían desde hacía una decena de años.

En los tres casos los protagonistas actuaron de modo aislado, o casi; en cualquier caso no eran la punta de lanza de un grupo organizado, no constituían una avanzadilla clandestina vinculada a un movimiento más o menos amplio. Pudieron tener vínculos con organizaciones que pregonan la violencia y algunos contactos, podían comunicarse con activistas o ideólogos o líderes religiosos que compartieran sus orientaciones (a excepción de Breivik, que dio la imagen de un gran aislamiento), pudieron beneficiarse de algún apoyo familiar o de amistades.

Pero no es posible, partiendo de ellos, hablar de una organización estructurada que, de alguna manera, les hubiera dado la misión de cometer matanzas o atentados. Tomaron la decisión por si mismos, en su caso el pase a la acción, no es el resultado de un análisis colectivo político o estratégico, de una deliberación de un órgano central, de un partido clandestino. Es el fruto de una decisión personal, de una reflexión consigo mismo (o a dos, en el caso de los hermanos Tsarnáyev). Y, como ocurrió en otros casos de episodios terroristas la elección del momento, del lugar, del objetivo pudo ser en parte aleatorio. Los hermanos Tsarnáyev, por ejemplo, habían previsto actuar el próximo 4 de julio, día de la fiesta de la Independencia estadounidense, pero estuvieron a punto antes y prefirieron no retrasar su acción.

Por el contrario, en todos estos personajes había penetrado de manera profunda una ideología muy estructurada. La de Breivik era una mezcla compleja de elementos con el sello de la extrema derecha, islamófoba, antiinmigración, antimarxista, antimulticulturalista pero también sionista. Merah se presentó como un islamista radical y Tamerlán Tsarnáyev, el mayor de los dos hermanos e inspirador de los atentados, parecía dominado por un creciente antiamericanismo.

Todos estos personajes son también grandes usuarios de internet. Al contrario de los autores del atentado del 11-S en EE.UU., todos ellos son parte activa de la sociedad en la que llevan a cabo sus actos mortales. Tienen un cierto nivel educativo, no son miserables salidos de la pobreza y, a su modo, cada uno de ellos demuestra un intenso odio hacia esa sociedad y una incapacidad para encontrar su puesto en ella, así como un profundo resentimiento. Estos asesinos dan, por una parte, la imagen de una soledad organizativa compaginada con una pertenencia a una comunidad imaginaria o virtual que piensa más o menos como ellos. Muchas personas, en el mundo o en los países donde viven, pueden compartir toda o parte de su visión del mundo, tener convicciones musulmanas que derivan hacia el islamismo o reconocerse en la obsesión del islam y de los inmigrantes. Muchos también pueden haber tenido una existencia personal difícil, problemas familiares, rechazo social, dificultades en la universidad o para encontrar un trabajo, elementos que caracterizan también a estos asesinos. Existe una división entre la significación política o social de sus actos y estos en sí mismos. Lo es la marca del terrorismo más duro, en el que los protagonistas actúan en nombre de una población, de un grupo, de una clase que no está dispuesta a que se utilice la violencia en su nombre o que, en todo caso, no lo ha pedido.

Esta división no prohíbe que, aquí o allí, puedan aparecer simpatías o una cierta comprensión respecto a alguno de estos asesinos. Pero sin que se establezcan vínculos concretos, ni de militancia, ni políticos, sino más bien de modo onírico, imaginario. El terrorismo aquí es expresivo, quiere decir algo, sin esperanza de embarcarse en un proceso revolucionario, subversivo o contestatario. Por eso no está alejado de otro tipo de violencias que no tienen nada de político pero que presentan características bastante parecidas, por ejemplo la serie de school shouting en institutos norteamericanos, como en Columbine (Colorado) en 1999, y hace poco, en la escuela Sandy Hook de Connecticut.

La paradoja es que el terrorismo político más puro, el más desconectado de la práctica real de aquellos a los que pretende representar, alcanza formas de violencia que no tienen en sí mismas nada de político.

Michel Wieviorka, sociólogo, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París

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